Nunca, antes de la pandemia, había abrazado tanto con la excepción de mi círculo más cercano de personas queridas. En el confinamiento a pesar de las videoconferencias, las llamadas telefónicas, los correos o los WhatsApp que tendían hilos con las personas estimadas, a todo el mundo nos faltaban los abrazos. Era hambre de contacto con la vida verdadera. Luego llegó otra vez la recuperación del espacio público, de nuestras calles, del espacio de trabajo, del espacio de ocio…íbamos con cuidado para no incomodar a nadie, a pesar de las mascarillas el abrazo nos removía en esa celebración de la vida. Por fin poder ver las caras de las personas, su sonrisa, sus gestos, nos devolvió nuestra cotidianidad.
No hace mucho en un establecimiento, mientras guardábamos cola, una señora conocida me preguntó si le podía dar un abrazo. Nos lo regalamos, reconfortante, cálido, delicado. Luego me dijo “que a gusto se queda una, ¿verdad?”. Tenía razón. Debemos recordarlo. Eduardo Galeano en El Libro de los Abrazos, escribe que Recordar procede del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón. También nos cuenta que “A veces me reconozco en los demás. Me reconozco en los que quedarán, en los amigos abrigos, locos lindos de la justicia y bichos voladores de la belleza”. Algo así me ocurrió esta semana en un concierto en la calle, con la gente feliz rodeando a tres músicos, celebrando sus canciones, celebrando que, en muchos casos, hacía tiempo que no nos habíamos encontrado con esos amigos y amigas abrigo, cuerdos locos y locas, luciérnagas imprescindibles, celebrando la vida. Galeano expresa que sabe que son como las estrellas de la noche y las olas del mar. Es cierto porque que sigan brillando, sonando, existiendo, forma parte de nuestro día a día. Las personas que hemos nacido junto al mar sabemos que saber que está ahí nos tranquiliza. Hoy miraré al cielo como siempre y, aunque la luna solamente sea un montón de rocas, la disfrutaré. Hay más de 150 lunas orbitando los planetas del sistema solar. Sabemos que la luz de las estrellas tarda muchos años en llegar hasta donde las podemos ver, y vemos una mínima parte, unas 9000 estrellas, de los millones que existen. Eso nos da igual, nos regalan su belleza. Aunque no veamos a menudo a algunas personas queridas, sabemos que están. Y también los amigos y amigas abrigo que han muerto siguen aquí si no los olvidamos, recordarlos por cualquier cosa, que surjan en una conversación, que les dediquen una canción, nos regala calidez. Estrellas y olas.
Esa celebración de la vida, de la belleza, es todo lo contrario de los aullidos surgidos de una ventana del colegio mayor Elías Ahuja, adscrito a la UCM, gritándoles a las estudiantes universitarias del colegio mayor vecino: “Putas, salid de vuestras madrigueras como conejas, sois unas putas ninfómanas, os prometo que vais a follar todas en la capea, ¡vamos Ahuja!”. Así lo han recogido los medios de comunicación y lo hemos visto con repugnancia en los informativos. Tras esta frase tan ajena a cualquier persona que respeta a las mujeres, que las considera sus iguales, hubo un espectáculo de subida de persianas y luces sincronizadas que convertían esa fachada de siete plantas en terrible, por lo mohoso, casposo, violento y desigualitario de la imagen que habían diseñado. Ningún valor democrático puede ir unido a esta acción. Que se justifique como “tradición” (también por algunas estudiantes) significa hasta qué punto ese machismo larvado, esa violencia verbal y visual, puede llegar a transformarse en violencia real. Desde la ultraderecha se calificó a estos estudiantes de “adolescentes”, infantilizando a estudiantado universitario y a las chicas que justificaron la acción como “niñas”. En ambos casos son hombres y mujeres adultos, que pueden votar, que tienen una responsabilidad cívica y ética también como estudiantes, además de como ciudadanía. Por lo visto llamar a las estudiantes “putas ninfómanas” entra dentro de una tradición que hay que perpetuar, en lugar de cortar de raíz. Justificar y naturalizar la violencia en cualquier espacio universitario no es nunca justificable. No pensar que esa violencia afecta a estudiantes concretas es muy grave.
Algunas estudiantes del Sindicato de Estudiantes se concentraron en contra y anunciaron la convocatoria de una manifestación de protesta el próximo lunes. La dirección del centro donde se ha producido este acoso, ha informado de que su reglamento de régimen interno implica la expulsión de los implicados y que obliga a la participación de los colegiales en un ciclo de conferencias de sensibilización, así como su colaboración en actividades solidarias y de voluntariado. La Fiscalía de Madrid actuará de oficio por un posible delito de odio si nadie presenta una denuncia. Este curso es el primero en el que las novatadas están prohibidas por la Ley de convivencia universitaria que las incluye como faltas muy graves, en el artículo 11.
A lo mejor el problema reside en que esa sensibilización y formación hace años que se hubiera debido hacer a estos estudiantes, y a al estudiantado en general en las universidades. Porque en muchos casos les han enseñado desde pequeños que, por ejemplo, cuando se agrede a una compañera, con pedirle perdón y darle un abrazo es suficiente. No han pensado que esto significa otra agresión para la víctima que tiene que abrazar y ser abrazada por su agresor, que se ignora la gravedad de lo ocurrido desde un reduccionismo educativo injustificable y que, en el futuro, o no se condenará esa violencia, llegando a justificarla “porque es la tradición”, o se pensará que no vale la pena denunciar porque no te van a hacer ningún caso.
Ojalá el tiempo de los abrazos de verdad, resultado de una educación basada en el respeto a la dignidad de todas las personas, llegue a los centros educativos de manera generalizada, porque ya existen acciones educativas de éxito que demuestran que se puede transformar. Ojalá la barbarie, la inhumanidad y la indignidad dejen de formar parte del espacio universitario. En nuestra mano, en nuestro posicionamiento y en nuestras acciones para conseguirlo, está.
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