En mayo del pasado año, Diario Feminista publicó un artículo que resaltaba la iniciativa llevada a cabo en Madrid con miras a que la ciudad sea segura para todas las mujeres y niñas que paseen, practiquen ejercicio, se diviertan, etc. en sus calles, plazas o jardines. Este proyecto, enmarcado en el programa “Ciudades Seguras y Espacios Públicos Seguros” que la ONU MUJERES inició hace varios años, dentro del programa mundial “Ciudades Seguras Libres de Violencia contra las Mujeres”, supone poner de relieve la importancia de la lacra que venimos sufriendo desde tiempos remotos las mujeres y las niñas del mundo. Resaltar este problema pone de manifiesto la gravedad del asunto y, sobre todo, la urgencia de implementar aquello que haga posible erradicarlo. Y desde programas como el que la ONU propone, transformar las ciudades para que sean seguras significa tomar conciencia de los aspectos que dificultan, o incluso imposibilitan, que las ciudades en las que vivimos lo sean realmente. Esos apectos, además de físicos o urbanísticos, son sociales. Por consiguiente, y hasta que logremos ese cambio, tenemos la responsabilidad de tener en cuenta las evidencias científicas y ayudar a las niñas y a las mujeres a elegir bien dónde, con quién y a qué hora desarrollar las actividades que libremente escojan.
Desde la escuela, desde los barrios, desde las asociaciones, desde políticas con perspectiva de género, y con la participación de las protagonistas, los diálogos debieran ir encaminados a reflexionar conjuntamente sobre el tipo de interacciones que tenemos, a quiénes elegimos como amigos y/o amigas, quiénes nos atraen o, incluso, qué lugares y actividades nos hacen sentir seguras y libres o todo lo contrario.
Una Ciudad Segura para las mujeres y las niñas es aquella en la que, realicemos la actividad que realicemos, solas o acompañadas, sintamos que podemos desarrollarla sin ninún tipo de temor o desconfianza. Para lograrlo, trabajemos por transformar las relaciones sociales en profundidad y el foco de lo que nos atrae, tomando conciencia de aquello que incluso se ha llegado a normalizar, cuando ningún tipo de violencia debiera ser naturalizado, bajo ningún concepto. De acuerdo con esto, pues, reflexionar conjuntamente sobre qué aspectos concretos podemos modificar en los espacios públicos para que lleguen realmente a ser espacios libres de violencia contra las mujeres, asegura poner en marcha una serie de mecanismos encaminados a conseguirlo. Y ese proceso es el que realmente será determinante del cambio, ya que permite poner en valor la cuestión en sí, focalizarla y posibilitar espacios de diálogo donde, sobretodo, tengan voz las mujeres.
Aunque tenemos derecho a ser libres, no es menos cierto que hasta que lo sintamos y lo vivamos verdaderamente, detectar y prevenir el peligro es un aprendizaje que debemos asegurar.
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