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Es profundamente incoherente reivindicar la importancia de la memoria histórica mientras, al mismo tiempo, se pretende borrar o silenciar aquella parte de la historia que nos afecta en lo más personal. A lo largo del tiempo, tanto personas como colectivos e incluso regímenes políticos han intentado manipular el relato histórico, eliminando evidencias, borrando datos, quemando libros, ocultando archivos o reinterpretando los hechos según sus propios intereses. Esta práctica no es nueva, pero sigue siendo alarmante cada vez que reaparece, especialmente en contextos donde se lucha por la justicia y la verdad.

En el ámbito universitario, por ejemplo, la lucha contra la violencia ha puesto sobre la mesa situaciones que exigen una revisión crítica y honesta de los hechos. Sin embargo, hay quienes, por no querer posicionarse o por intereses personales o institucionales, optan por modificar o suavizar la historia reciente. Esta actitud no solo deslegitima los testimonios de quienes han vivido situaciones de violencia, sino que también perpetúa la impunidad.

Pretender reescribir el pasado para evitar conflictos en el presente es una forma de violencia simbólica. Y lo más grave es que muchas veces se hace bajo discursos que, paradójicamente, dicen defender la memoria, la justicia o los derechos humanos. No se puede construir una memoria histórica justa si no se está dispuesto a asumir también la parte incómoda del pasado, aunque esta afecte a personas cercanas, instituciones valoradas o trayectorias respetadas.

La verdad es que hay hechos y evidencias que son imposibles de borrar, por mucho que se intente. Archivos, testimonios, documentos, mensajes, todo ello forma parte de una memoria colectiva que tarde o temprano sale a la luz. Por eso, en lugar de intentar ocultar, sería más ético y coherente promover el reconocimiento, la reparación y el compromiso con la no repetición. Porque la historia no solo se recuerda, también se construye desde la responsabilidad.

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