La NASA está sondeando Marte, pero también debería sondear el cerebro humano a fin de descubrir en qué ha fallado la evolución al hacer que en tantos seres humanos quepa tanta maldad.
Por desgracia, disponemos de millares de pruebas, tanto históricas como actuales, que certifican la capacidad humana para infligir daño a sus semejantes. Tomemos como paradigma del presente la masacre de los rohingyas, un grupo étnico birmano de religión islámica en un país budista. Desde agosto de 2017, las fuerzas de seguridad de Birmania, sobre el papel imbuidas de la bondad budista, han aniquilado personas, viviendas y aldeas. A partir de entonces, casi un millón de rohingyas viven refugiados en Bangladesh en condiciones deplorables. Allí son visibles, pero para la comunidad internacional parecen invisibles.
Sí, en el limbo de la indiferencia general se hallan personas que, tal cómo una expatriada relata, vivieron el asalto del ejército birmano, la quema de casas, el asesinato de numerosos habitantes. Ella fue testigo también, en su camino de huida, de cómo degollaban ante sus ojos a 11 personas, cómo tiraban a una ciénaga un bebé que lloraba, cómo echaban a otro en una casa en llamas.
Los avances científicos y tecnológicos nos permitirán conocer el Universo, no obstante, la naturaleza humana continúa siendo un arcano. ¿Cómo se explica que quepa tanta perversidad en la cabeza, el corazón, o donde quiera que sea, de los terrícolas? La ciencia tendría que dedicar enormes esfuerzos a descubrirlo. Luego, tal vez sería dable erradicar el mal.
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