Hace poco una noticia aumentó el terror por lo que pueda suceder a las mujeres en Afganistán: los talibanes habían marcado con pintura las casas de mujeres afganas que han destacado en campos diversos unidos al desarrollo de la sociedad civil: periodistas, juristas, funcionarias, cultura, blogueras, YouTubers… y las buscaban de casa en casa. Diversos medios indicaban que ya se estaban elaborando listas de mujeres destinadas a futuros castigos para reprimirlas terriblemente, como ya hicieron entre 1996 y 2001. Mientras todo esto sucedía, mujeres afganas inmensamente valientes plantaban cara en la calle a los talibanes con pancartas defendiendo sus derechos. ¿Podemos tan siquiera imaginar el grado de desesperación y de compromiso social que las puede llevar a hacer algo así ante los talibanes en la calle, indefensas ante sus rifles?
Amnistía Internacional nos recuerda que con el anterior gobierno talibán no podían salir de casa ni pisar la calle solas, ni estudiar, ni trabajar, ni participar en las decisiones de su comunidad política, ni asistir a una consulta médica por propia decisión, ni quedarse a solas con el médico para contarle sus problemas de salud. Nos recuerda que, por el contrario, hasta ahora, había 3,3 millones de niñas que recibían educación y, según la OMS, alrededor del 87% de la población pudo acceder a centros médicos situados a una distancia máxima de dos horas. Respecto al acceso a la educación superior de las mujeres afganas, según el Fondo Fiduciario para la Reconstrucción de Afganistán del Banco Mundial en 2015 el número de estudiantes inscritas en universidades públicas era de 36.312 y en dos años se incrementó a más de 44.000 alumnas.
Se había avanzado mucho porque, tras el poder talibán entre 1996 y 2001, un informe de OXFAM publicado en 2011 mostró que sólo el 5 % de las mujeres sabían leer y escribir y el 54 % de las niñas menores de 18 años estaban casadas en 2002. La maravillosa película que dirigió, jovencísima, Hana Makhmalbaf, Buda explotó por vergüenza (2007), muestra el empeño de Baktay, una niña afgana de seis años, por recibir educación igual que los niños. La directora iraní Samira Makhmalbaf, hermana de la anterior, rodó A las cinco de la tarde (2003) mostrando cuándo reabrieron las escuelas para las mujeres en Afganistán, en un contexto igualmente machista.
Después de veinte años sin talibanes, unos 3,5 millones de niñas asistieron a la escuela el último año, más del 25 % de los miembros del Parlamento y casi el 30 % de las empleadas en las instituciones de la administración pública eran mujeres. Algunas como ministras y embajadoras de las principales misiones extranjeras.
No todo estaba hecho, todavía otros 2,2 millones de niñas, según UNICEF, continuaban sin escolarizar y seguía vigente la violencia contra las mujeres y las niñas, incluida la violencia sexual, los matrimonios forzados y el matrimonio infantil. Pero durante dos décadas con mucho esfuerzo, la situación de niñas y mujeres había mejorado. Por ejemplo, indican que “El gobierno ha llegado a tener cuatro ministras, una gobernadora provincial y en 20 provincias una vicegobernadora en asuntos sociales, aunque ellas no lo han tenido fácil, sufrieron acoso, intimidación y discriminaciones. A pesar del conflicto permanente, mujeres afganas han conseguido ser abogadas, médicas, juezas, profesoras, ingenieras, atletas, políticas, periodistas, empresarias, agentes de policía y miembros del ejército, activistas de derechos humanos”. Esto ha sido posible gracias a que en la Constitución de 2004 se incluyeron cuotas para la participación de las mujeres en el Parlamento, el 27% de los 250 escaños en la cámara baja debían ser ocupados por mujeres. Este acceso a la política permitió que las mujeres alcanzaran cargos de responsabilidad como alcaldías y ministerios.
También las mujeres afganas habían mejorado su independencia económica, en 2019 más de 1.000 tenían su propio negocio. La Asociación Revolucionaria de Mujeres de Afganistán (RAWA) denunció que con los talibanes la mujer es reducida a una única finalidad, procrear, siendo sometida a normas y prohibiciones. Las 29 prohibiciones son terribles.
En Afganistán perdura la tradición Bacha posh, o “vestir de niño”, por la que familias sin varones convierten a la más pequeña en chico, proceso que acaba cuando la niña llega a la pubertad. Desde 1996 a 2001 muchas niñas se identificaron como niños para poder estudiar o para poder trabajar, puesto que sus madres no podían hacerlo, y que sus familias no murieran de hambre. Hay niñas que tendrán que hacerse pasar por niños para no sufrir abuso sexual, ni ser convertidas en esclavas de los talibanes. La periodista Jenny Nordberg lo cuenta en el libro Las niñas clandestinas de Kabul (capitán Swing, 2017). La premiada película de animación El pan de la guerra, de Nora Twomey (2017), también incide en este tema.
La constitución afgana garantizaba el derecho a la educación para las mujeres en su artículo 43 y el derecho al trabajo en el artículo 48. Estos derechos vuelven a estar amenazados. Durante el poder talibán hubo escuelas clandestinas para niñas, con maestras anónimas que fueron auténticas heroínas. Sima Samar, la fundadora de la ONG afgana “Shuhada”, la primera que se estableció en Afganistán hace 20 años, creó escuelas secretas para las niñas en Kabul durante el régimen talibán. Una maestra, Sakena Yacoobi, transgredió a su vez las normas creando una red de 80 escuelas clandestinas escondidas en casas particulares de Afganistán que dio formación a más de 3.000 niñas. El precioso álbum infantil La escuela secreta de Nasreen, de Jeanette Winter (Juventud, 2010), se lo explica a las niñas y a los niños. Otro álbum, El cielo de Afganistán, de Ana A, de Eulate y Sonja Wimmer, cuenta, desde la voz de su protagonista, el deseo de paz de la infancia afgana (Cuento de Luz, 2012). Una paz y una educación ahora amenazadas.
La poeta afgana Nadia Anjuman, víctima de feminicidio, formó parte del círculo de costura de Herat, única actividad permitida por los talibanes. Estos círculos eran usados por las mujeres para estudiar, clandestinamente, arte y literatura. En su primer libro, cuestionando su contexto escribió: “Estoy enjaulada en esta esquina/ Llena de melancolía y pena…/ Mis alas están cerradas y no puedo volar/ Soy una mujer afgana y debo lamentarme”.
Invisibilizadas. Borradas. Pero resistentes, han sobrevivido antes a los talibanes. Siguen resistiendo, frente a la obligación talibán de llevar el rostro cubierto totalmente por un niqab y vestirán con una abaya, un vestido largo que oculta todo el cuerpo para ir a la universidad. Deben ocultarse con prendas negras que las cubren completamente y que nunca se han utilizado en el país, como ya ha ocurrido en la universidad, en la que ahora los talibanes las segregan por sexo (o dividen la clase con una cortina que separa a hombres de mujeres) e imponen este código de vestimenta. Según el ministro de Educación Superior, la educación conjunta impide a las mujeres concentrarse en sus estudios, es “contraria al islam y a los valores culturales afganos” y había sido pedida por sindicatos de profesores y estudiantes. La agencia EFE informa de que “las estudiantes afganas solo podrán asistir a cursos impartidos por profesoras, según las nuevas reglas de los talibanes que están elaborando un nuevo currículum para la educación superior que se adapte al islam y a la cultura afgana”.
Muchas mujeres mediante hashtags como #DoNotTouchMyClothes (no toques mi ropa) y #AfghanistanCulture (cultura de Afganistán), están compartiendo fotos y reivindicando en ellas sus vestidos tradicionales llenos de color. La población afgana, las niñas y mujeres afganas siguen ahí. No las olvidemos.
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