Ha muerto viejo, a los 100 años. Unos dirían que mala hierba nunca muere; otros, como su hijo, lo tratarían de líder carismático, intrépido y brillante. Lo que no se le puede adjudicar es el calificativo de héroe, aunque los militaristas se lo propongan. La heroicidad corresponde a otros estamentos.
La carrera de Hoare como mercenario comienza en 1961, cuando Moïse Tshombe le contrata para luchar a su favor en la República del Congo. A su vez, él recluta mercenarios en Europa y Suráfrica para formar un colectivo de asalariados para el oficio de matar. Y esta siguió siendo su fuente de ingresos a lo largo de los años. En 1981 se puso al servicio del golpista France-Albert René en les Seychelles, y siempre, a lo que surgiera.
Ha sido celebrado por algunos como un valiente en las situaciones de combate, un amante de la vida peligrosa, un trasunto de pirata al que admirar. De esto a verlo como un héroe solo hay un paso, un paso que sería totalmente erróneo. La heroicidad atañe a otro tipo de personas, en su mayor parte mujeres. Concierne a personas que cuidan de enfermos, que limpian heridas repugnantes, lavan cuerpos sucios por las deposiciones, trabajan día y noche para sustentar a la familia, del tipo que sea. Son heroicidades invisibilizadas por cotidianas y poco espectaculares, sin embargo, son las auténticas. Gracias a ellas, la humanidad compensa con el bien los actos inicuos.
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