El pasado día 10 se cumplieron treinta dos años del fallecimiento de la periodista y escritora Montserrat Roig. Era joven, activa, admirada, feminista y contaba tan solo 45 años de edad. Es fácil recordarla realizando entrevistas en televisión, en la radio, siendo ella la propia entrevistada a raíz de la publicación de alguno de sus libros. Era una mujer sonriente, elegante, a menudo tocada con una boina de color rojo sofisticadamente dispuesta.
Durante un tiempo, coincidió que publicáramos artículos en un mismo periódico. Era una época excelsa para la prensa escrita, cuando a diario entraba en la gran mayoría de hogares. Una época en que las colaboradoras y colaboradores de opinión merecían mucha deferencia por parte de la dirección de los periódicos, la cual en ocasiones llegaba a agasajaban con obsequios como una calculadora, una pluma estilográfica. Incluso alguna cena para el conjunto de escritoras y escritores.
Fue en ocasión de un convite nocturno, presidido por el jefe de la sección de opinión, donde tuve la suerte de conocer a Montserrat Roig personalmente. Un encuentro del cual guardo un recuerdo agridulce. Dulce porque me resultó propicio conversar amigablemente con ella, comensales cercanas que fuimos en la cena. Agrio porque en el momento de despedirnos decliné su invitación a proseguir la velada con un grupito en otro lugar. Yo había quedado previamente con otras personas, y fue así como desperdicié la posibilidad de iniciar lo que quizás habría culminado en una amistad.
Cierto que habría sido poco duradera, puesto que ella feneció al poco tiempo, en la flor de la vida. Aplicada a su profesión, activa hasta el último momento, cuando envió al periódico en el cual entonces colaboraba su última columna. Fue el día anterior a su extinción. Fuerte, amante de su profesión y, hasta el último instante, de la vida que traidoramente la abandonaba.
