Sería lo más sensato, que el Premio Nobel de la Paz no se adjudicara hasta que la persona tenida por merecedora hubiera fallecido. Se evitaría así que actuaciones posteriores a la entrega desmintieran sus méritos. Vienen al caso dos galardonados contemporáneos cuyas prácticas actuales emborronan, ensucian y lastiman el Premio recibido en su día.
Conocido y persistente es el tema Aung San Suu Kyi, premiada como pacifista en 1991. Casi tres décadas después, siendo Consejera de Estado de Birmania, Ministra de Asuntos Exteriores y Ministra de la Oficina de Presidencia, su nombre lleva impreso una ignominia. La de su participación en la limpieza étnica contra la minoría rohingya. Una persecución que ha provocado casi un millón de refugiados en Bangladesh, y que a Suu Kyi le ha comportado que Amnistía Internacional le retirara el título de Embajadora de Conciencia que le había concedido el año 2009. Sucedió en el mes de noviembre de 2018, y solo queda esperar que el Comité noruego haga lo propio.
Y flagrante es la desviación del presidente de Etiopía, Abiy Amed, laureado con el Nobel de la Paz justo el año pasado. Cuando hace unos días declaró la guerra al Tigré, una región del norte del país, su acción contradijo toda apuesta por la paz. Con independencia de los motivos que hayan movido a ambas partes en conflicto, es evidente que el empleo de las armas es contrario al pacifismo, y Abiy Amed las ha tomado.
Dos ejemplos que, por si solos, ya invitan a posponer la concesión de los premios por la paz hasta el fallecimiento de la persona propuesta. La vida de cada cual da muchas vueltas, se dice popularmente, y las hay que resultan denigrantes, como la de la birmana y el etíope mencionados.
