Adam Smith escribió en los siguientes términos sobre la capacidad de los proletarios para encaminar su destino: “Un hombre que dedica toda su vida a ejecutar unas cuantas operaciones sencillas no tiene ocasión de ejercitar su inteligencia, y en general se vuelve estúpido e ignorante.” Y concluía diciendo que una de las consecuencias era que esas personas no podían emitir un juicio acertado sobre los grandes intereses del país y, por ende, los suyos propios. En la época de Smith no existían las democracias, pero actualmente sí las hay, y cabe preguntarse si, cuando llega el caso, la ciudadanía en general es capaz de votar razonablemente en unas elecciones.
Interrogante que viene a cuento ante las próximas elecciones presidenciales en los Estados Unidos. Los norteamericanos que vayan a votar podrán elegir entre Joe Biden y Donald Trump, comicios importantes porque no solo afectarán a su país sino al resto del mundo, habida cuenta de que siguen siendo una primera potencia. Es posible que Trump continúe deslumbrando con sus posturas fachendas, sus falsedades envueltas en purpurina, su vanagloria de haber vencido la Covid-19.
Si anteriormente fue elegido y ahora resultara reelegido, pese a los desajustes interiores y exteriores de su presidencia, los votos obtenidos no podrían ser imputados al tipo de rutina laboral del siglo XVIII que, según palabras de Smith, no permitía ejercitar la inteligencia. Si acaso, habría que atribuirlo a otra clase de rutinas también capaces de obturar el raciocinio. Quizás la de beber en exclusiva de las redes sociales, una fuente que aporta mucha inmediatez y poca reflexión, mucho entretenimiento y poco saber. Por algo será que Trump cultiva el Twitter a diario, seguro de encontrar allí el manantial de sus electores. Razonar, platicar, buscar la verdad, procurar el bien común no es lo suyo. Al cabo, el día 3 de noviembre sabremos si gana la inteligencia o sobrevive el fruto de la ignorancia.
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