Cuando la mayor de mis hijas estaba en la escuela infantil 0-3 y se trabajaba el proyecto de los oficios, las madres o los padres íbamos y les explicábamos nuestro trabajo. La escoleta era una cooperativa de maestras. La única alternativa pública de 0-3, en aquel momento en mi ciudad, era una escuela municipal confesional. Antes de que me tocara a mí ir a la escoleta, fue un padre que era bombero, con su casco contra incendios, luego una madre que era granjera con huevos y con pollitos que piaban. Esos precedentes habían sido un éxito total y habían dado lugar a un montón de acciones educativas estupendas. Lo tenía difícil. Tenía que contar el trabajo de una profesora universitaria.
Alguna vez mi hija había estado en el campus cuando tenía que trabajar sin estudiantado (antes de conseguir, entre todas y todos, la Escuela de Verano) y había dejado muy claro que su escoleta era más chula, más divertida y más bonita. Una vez incluso me redecoró, a tres palmos del suelo, el despacho con dibujos que había hecho llenos de colores, pegados con celo, para que yo estuviera más contenta en mi trabajo. También le había enseñado las clases donde trabajaba porque me pidió verlas, y no le gustaron tampoco nada porque había muchas mesas (eran clases en torno a 100 personas), pero todas estaban agarradas al suelo y no se podían mover para trabajar como en su escoleta. Lo único que le gustaba era el jardín, pero no te dejaban tirarte en el césped (no se podía pisar) para mirar las nubes. O sea, un desastre. Muchas de las cosas que observó, como cualquier otro niño o niña hubiera hecho, eran una estupenda reflexión de la organización del espacio educativo que, a estas alturas, en la mayoría de universidades todavía no se ha conseguido transformar porque, también, esa transformación supone ideología educativa.
Pedí permiso a la maestra para, en lugar de contar qué hacía, cantar un cuento, que también formaba parte de mi trabajo. Llegué con mi guitarra y les conté/canté el cuento de Abiyoyo de Xesco Boix, en el que hay interacción y en el que se canta, se baila y hay un protagonista con un violín que vence a un gigante. Sobreviví dignamente.
Empalmamos dos hijas en la escoleta, fueron cinco maravillosos años en los que todas las familias colaboramos de manera muy activa todo el tiempo, las asambleas educativas eran frecuentes, todos los proyectos muy interesantes y el respeto, la horizontalidad y la igualdad eran la pauta. Años en los que todos y todas juntos, como padres y madres, aprendimos a (re)descubrir el mundo a través de los ojos de nuestras hijas e hijos y tejimos redes a través de la escoleta. No había distancias, no había límites.
El paso a la escuela pública a los tres años tampoco tuvo mayores problemas, más allá de que la primera semana la maestra nos llamó a algunas familias y nos dijo que, cuando decía que había que salir al patio, había un grupo de niñas, nuestras hijas, que se quedaban sentadas. Y tenía que animarlas a salir. Todas habían coincidido en la escoleta. Al volver a casa le pregunté a mi hija por qué no querían salir al patio. Me respondió que sí que querían salir, pero que la maestra les decía siempre “y ahora todos los niños salís al patio” y que, como ellas eran niñas, pensaban que no podían salir. En su escoleta, siempre las niñas aparecían visibilizadas en el lenguaje. Se lo comentamos a la maestra y el problema desapareció. Las niñas volvieron a estar visibilizadas. Y tuvieron la suerte de tener una maestra maravillosa con la que entre los 3 y los 4 años trabajaron, por ejemplo, la publicidad engañosa dirigida a los niños y niñas en Navidad. Y lo hizo muy, muy bien. Profundizó en el respeto y en el cuidado mutuo.
Todas las familias tenemos anécdotas que ilustran esa relación con la escuela a través de nuestros hijos e hijas. No son anécdotas simples, porque su reflexión nos muestra toda una concepción de la escuela, de la ideología educativa y del concepto de sociedad que se defiende. Momentos que generan complicidad familiar, muy sencillos como, por ejemplo, salir a la terraza por la noche, antes de ir a dormir, para ver la Luna, porque al día siguiente van a trabajar a partir de ahí. Hay hilos constantes que se entretejen.
La escuela es una urdimbre de relaciones, de afectividad entre maestras y maestros con los niños y niñas, y también con las familias. Germán, el bedel, fue quien propuso e introdujo, hace más de veinte años, música de registros muy diversos para que sonaran al entrar o al salir del colegio. Parece insignificante, pero la idea no lo era en absoluto porque, por ejemplo, las niñas y los niños preguntaban por aquella canción que les había gustado y buscaban más canciones del mismo género o del mismo-a intérprete: de pop, celta, country, jazz, disco… Fue Germán quién nos preguntó una tarde, al recoger en la salida a nuestros hijo e hijas, que si teníamos pensado ir a algún sitio antes de volver a casa. Ante la respuesta afirmativa, nos dijo con una sonrisa que mejor no, que mejor nos íbamos directamente a la bañera, porque a nuestros hijos e hijas se los había encontrado rebozándose en el arenero de los gatos. Siempre cercano, siempre amable. Siempre presente en la vida escolar.
Esta escuela invisible, de cuidado, de atención y de cariño, formada por toda la comunidad educativa, da consistencia al clima en el que las niñas y los niños aprenden. Porque colaborar con las demás personas, cuidar de las demás personas, no se improvisa, también se aprende desde la escuela 0-3 y durante toda la escolarización, además de en casa. Y, a la vez, se produce desde esa convivencia unida al respeto a las demás personas, un aprendizaje de ciudadanía activa y comprometida. Es una escuela tejida de afectos, de complicidad, de aventuras que no se puede reproducir por internet, por más que todavía tengamos que escuchar que va a ser igual que antes, pero on line.
Vamos a hacer todo lo posible para afrontar este tiempo en el que hay que superar el coronavirus, tiempo que estiman, según expertos-as, en este momento, entre 12 o 24 meses. Hasta que exista una vacuna o un tratamiento efectivo. Pero no lo sabemos con certeza. Para afrontarlo, para vivirlo, debemos tener en cuenta que el contexto ha cambiado radicalmente. Una escuela sin espacio físico real. O una escuela en la que no hay abrazos, por ejemplo. O en la que las niñas y niños tienen que estar a dos metros (cualquier maestra o maestro con experiencia en un aula ya tendrá los pelos de punta al pensar en esto).
Por eso, pienso en todas esas madres y padres, esas familias que tendrán que afrontar ese cambio radical en el sistema educativo. Pienso en las maestras y en los maestros que no están preparados para ese cambio. Pienso en las y los formadores de profesorado que tampoco lo estamos. La formación inicial debe cambiar necesariamente para que los maestros y maestras puedan disponer de formación y recursos, desde evidencias científicas, sin olvidar que trabajamos con personas a las que debemos cuidar. Y debemos hacerlo para poder trabajar afrontando esta pandemia y las que se van a producir en el futuro, si no se pone límite a los desvaríos del neoliberalismo que hasta la biosfera trata como mercancía.
Debemos atender a contextos diversos, en los que se obvia el derecho a la vida en relación con las personas más vulnerables, u otros ejemplos que cada día nos muestran que para algunos de los señores del neoliberalismo la vida de las personas pobres no vale nada, como el caso de millonarios estadounidenses que han manifestado opiniones como “El daño de mantener la economía cerrada es peor que el de perder a algunas personas”, “Volvamos a poner a trabajar a los menores de 55 años y veremos qué pasa. Algunos enfermarán, algunos morirán, no lo sabemos”, o “¿Quieres sufrir más económicamente o arriesgarte a tener síntomas o una experiencia parecidos a una gripe? Tú eliges”. Sencillamente asqueroso. La ausencia de ética es alarmante. Frente a todo esto, la denominada pedagogía de la emergencia, como esperanza de futuro.
Las vidas de todas y todos nosotros han cambiado. Y por eso debemos ser conscientes de que, a pesar de este cambio, la pandemia no ha cambiado la ideología de muchos partidos políticos y que, en algunos casos, la han reforzado, ha exacerbado su ideología de odio. Sus ideas y su actitud es muy peligrosa en este contexto que vivimos en el que hay que sumar para seguir adelante. Pensemos por ejemplo en las «Covid-19 Parties», fiestas que se están celebrando en Estados Unidos en las que se mezclan personas infectadas con personas sanas que pretenden así, a través del contagio, inmunizarse. Obviamente ya ha habido quién se ha muerto como consecuencia de estas fiestas absurdas. Estas son las consecuencias peligrosísimas de gobernantes que no informan adecuadamente a la población de los riesgos del coronavirus o que le restan valor al distanciamiento social como hizo Bolsonaro en Brasil, y ahora la pandemia se esparce sin control y en zonas como las favelas, ligadas a la pobreza extrema, el hacinamiento facilita el contagio.
Pero también en nuestro contexto existen realidades marcadas por la desigualdad económica y de recursos, como señalan diversos informes, como el informe para luchar contra la pobreza elaborado por Philip Alston, el relator de la ONU, que visitó España a principios de 2020 y ha visibilizado que se concentran en escuelas segregadas el 44 % de los estudiantes y el 72 % de niñas y niños en situaciones vulnerables, principalmente romaníes y migrantes y, además, muestra las consecuencias de esta desigualdad como, por ejemplo, el abandono escolar o las distintas expectativas de futuro educativo y, consecuentemente, de realidades vitales.
Debemos estar alerta a algunos usos políticos de la pandemia como, por ejemplo, el que ha llevado a la dimisión de la Consejera de Sanidad de la Comunidad de Madrid al considerar que no se podía pedir el paso a la fase 1 de la desescalada – como solicitaba el gobierno madrileño-, desde las condiciones y criterios sanitarios, científicos, exigibles. Por lo mismo, el cierre del hospital de campaña de IFEMA con un acto multitudinario, nos estremeció y horrorizó porque no se respetaron las normas de distanciamiento y las imágenes eran terribles, precisamente por tratarse de ese lugar.
Díaz Ayuso también defendió, a finales de abril, los menús criticados por las/los nutricionistas para los niños y las niñas con menos recursos. Las críticas han provocado que se replanteen estos menús. Desconozco si las personas que aprobaron y defendieron menús a base de pizzas y de hamburguesas tienen hijos o hijas. Si los tienen, ¿les darán de comer lo que consideran estupendo para la infancia sin recursos?. Permitidme que lo dude.
Debemos reflexionar sobre lo que advierten filósofas como Marina Garcés, que señala que de la situación de crisis originada por la pandemia pueden salir reforzados los populismos, el clasismo y la exclusión.
Tenemos mucho trabajo. Inaplazable. Porque, como defiende Freire en su “Pedagogía de la indignación” (2001), “las mujeres y los hombres nos transformamos en algo más que simples aparatos para ser entrenados o adiestrados, nos convertimos en seres de opción, de decisión o de intervención en el mundo, seres de responsabilidad”. Como decía Antonio Machado, se hace camino al andar. No hay otra.
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