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Ya en su primer año como profesor universitario, R recibió de las lágrimas agradecidas de una estudiante, el sentimiento y el deber profesional de frenar los acosos. Al final de la tutoría, con la puerta abierta, le pidió que la cerrara y le dio las gracias muy emocionada. Otro profesor la había acosado verbalmente en una tutoría y, aunque logró escaparse, había decidido dejar la carrera casi nada más comenzarla porque no se había ni siquiera imaginado que así sería la universidad.

La compañera que la estaba apoyando la aconsejó que fuera a una tutoría con R y ya vería cómo valía la pena continuar estudiando y cambiar la universidad para que no pasaran estas cosas. Como ya le habían dicho, el profesor dejó la puerta abierta, como siempre hacía, dando así un bienestar muy profundo a las chicas que habían sufrido ese tipo de acosos. Pronto descubrió cosas más importantes que la puerta, que la liberaban del trauma de su reciente pasado. Rompió a llorar y ya con la puerta cerrada le dio las gracias y le explicó todo lo que había pasado.

A diferencia de las mejores universidades del mundo, no había en esta ningún organismo al que acudir. Hablaron largo rato y acordaron cómo proceder. R frenó a ese acosador y pronto se supo que había un nuevo profesor que apoyaba a las víctimas fuera cual fuera el poder que tenía el agresor. Ese nuevo ambiente disminuyó poco a poco los acosos, pero todavía quedaba mucho tiempo para que esas actuaciones llegaran al dominio público y se crearan mecanismos oficiales para hacer frente a esa situación.

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