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No hablo aquí del personal sanitario que se ve obligado a elegir a quién, de entre sus pacientes, ingresa en la UCI; merecen todo nuestro apoyo. Me opongo radicalmente a los mensajes que, aprovechando la pandemia, tratan de introducir en la sociedad un principio profundamente contrario a los derechos humanos: que no vale la pena que el sistema sanitario intente salvar la vida de personas mayores de 80 años. Gracias a que quienes han atendido a Pepita no piensan así, han salvado la vida de una mujer de 95 años.

Los poderosos tienen asegurada la debida asistencia a cualquier edad. Tienen la tentación de no preocuparse suficientemente de las personas más desfavorecidas que no son consideradas productivas y que reciben pensiones de jubilación. Cuando promocionan la idea de no atender con todos los medios posibles a mayores de 80 años, eso no les afecta a ellos, sino a quienes, además de mayores, no son ricos. Incluso ante peligros como la COVID-19, la esperanza de vida depende de muchos factores, no solo de la edad. Aunque se llegara a aceptar la inhumana idea de no atender a quienes es más difícil que se recuperen, no sería la edad el único factor a tener en cuenta. 

Frente a ese cruel paso atrás en las conquistas de derechos ya logradas, defendamos dos temas muy claros; el primero es reforzar el sistema sanitario público y universal, el segundo es que todas las decisiones sobre salud (y especialmente las de los gobiernos) se hagan teniendo en cuenta las evidencias científicas internacionales y no solo a los expertos que dicen lo que quieren que digan quienes les han elegido. Así no hará falta elegir, podremos atender debidamente a toda persona, podremos seguir avanzando en la realización de los derechos humanos.

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