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Se aplaude que el clero yazidí al fin haya decidido, magnánimo, no repudiar a las esclavas sexuales del derrotado Estado Islámico. La precedente desvergüenza de repudiarlas no había sido noticia, como si fuera normal, aceptable, tener a las víctimas por culpables. Nada nuevo en diversos ámbitos, pero especialmente tenebroso en el caso de las mujeres subyugadas   y sistemáticamente violadas.

La inesperada benignidad de las autoridades religiosas yazidies permitirá que millares de mujeres raptadas y violadas sean acogidas, algunas con sus hijos, salvándose del estigma y el repudio y siendo tratadas con honor y humanidad. Una normativa que no ha surgido de por sí, por pura justicia, sino tras el discurso que Nadia Murad pronunció recientemente en la ONU.

Galardonada en 2018 con el Premio Nobel de la Paz, junto a Denis Mukwege, por sus esfuerzos para erradicar la violencia sexual en los conflictos armados, ella misma fue secuestrada cuando el Estado Islámico conquistó Sinjar, al norte de Iraq, en agosto de 2014. Tres años permaneció a merced de la ignominia, y cuando en 2017 pudo alzar la voz lo hizo para reclamar que se convirtiera en ley la investigación, la persecución y el castigo del uso de la violación como arma de guerra.

Ahora habrá que comprobar cómo reacciona la sociedad yazidí ante el dictamen del Consejo Supremo Espiritual Yazidí, auténtica autoridad en un territorio que congrega a medio millón de iraquíes seguidores de Melek Taus, su deidad principal. Las mujeres yazidíes deberían ser las primeras en celebrar el cambio de actitud hacia sus congéneres, las primeras en abrazar fraternalmente a las víctimas, en acogerlas y hacer que su vida y la de sus hijos recupere la razón de ser.

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