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Hace poco en otro artículo en DF argumentaba sobre la reapropiación del insulto “Zorra” como resistencia- desde su pretendida desactivación, desarticulación-, para transformar la violencia contra las mujeres, y defendía que elegía no optar por esta transformación desde el lenguaje que utiliza el agresor. Porque la investigación ha demostrado que no ayuda a transformar esa violencia y que ese insulto forma parte de los primeros estadios de la violencia de género.

Hoy quiero aportar lo que defiende una gran pedagoga crítica feminista, bell hooks, que en su libro “Comunión” (Paidós, 2023) argumenta que la cultura popular está impregnada tan intensamente de imágenes sexistas estereotipadas y negativas de las mujeres con poder, que muchas mujeres que desean ser independientes, tener poder y éxito aceptan que son “brujas”, reapropiándose de una palabra con connotaciones negativas, argumentando:  “son precisamente esas normas sexistas tradicionales las que separan a las mujeres en vírgenes o en putas, en madres santas o en brujas. Una mujer que decide ser una bruja decide permanecer dentro de los límites que el sexismo ha prescrito para nosotras; no es ni una rebelde, ni una revolucionaria. Sencillamente ha capitulado ante la idea sexista de que ha de ser una bruja si quiere ser poderosa”. Son pocas las mujeres que se benefician si se comportan como brujas, porque serán penalizadas para que sepan cuál es su sitio y se queden quietas en él. Hay más lugares para transgredir el statu quo, defiende bell hooks, destacando: “Que una mujer se quiera a sí misma elimina por completo la posibilidad de que decida asumir una etiqueta negativa como signo de poder”.

Otras investigadoras nos aportan más información para posicionarnos. Dolores Juliano expone que cuando a partir del siglo XVI se profesionalizó la medicina, masculinizada obviamente, las mujeres sanadoras sufrieron una persecución brutal por sus prácticas tradicionales no lesivas que atraían a la mayor parte de la población, fue el paso del tratamiento por la marmita al tratamiento por el bisturí (Sintesis,2001).

Silvia Federici en “Calibán y la bruja” (Traficantes de sueños, 2010), ha recogido investigaciones que demuestran que la caza de brujas sirvió para prohibir las prácticas médicas de las mujeres, obligarlas a ser sumisas sometiéndolas al control patriarcal y, además, en Europa coincidió con el proceso de cercamiento de las tierras y un crecimiento de mercado paralelo a un brutal crecimiento de la pobreza y de la desigualdad social; todo esto unido a la pérdida de derechos consuetudinarios que, sobre todo si las mujeres eran viudas o no tenían hijos, las dejó en la vulnerabilidad y la indigencia al no tener ni tierra, ni un lugar para vivir ( hasta entonces podían cultivar o tener su choza en tierras comunales). En el caso de poder encontrar trabajo, al pagarles mucho menos que a los hombres no se podían mantener. Federici expone que está fue la causa de la extensión de la prostitución. Tener que llevar una vida vagabunda acentuó la violencia contra ellas.

Además, Federici en “Brujas, caza de brujas y mujeres” (Tigre de paper, 2018) subraya otra causa unida a todo esto, la caza de brujas demonizó cualquier forma de control de la natalidad y de la sexualidad no-procreativa y se constituyó como crimen reproductivo la anticoncepción, el aborto y el infanticidio. 

La quema de brujas, las torturas atroces que sufrieron estas mujeres, afirma, fueron un aviso para que otras mujeres supieran lo que les iba a pasar si vivían con independencia de los hombres o transgredían sexualmente. Se impuso, por tanto, un nuevo código social y ético, había que vivir según marcaban el Estado y la Iglesia. Todo esto, argumenta Federici, marcó la transición al capitalismo. Frente a esta situación también hubo resistencia, vindicaciones sociales y políticas. Pero fueron las mujeres las que como destaca Federici sufrieron “una misoginia sin paralelo en la historia”.

Todas hemos leído muchas veces “somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar”, porque hubo resistencia. Pero estas mujeres no eran brujas, eran sanadoras, querían ser independientes, deseaban vivir solas, querían decidir cómo vivir su vida, en un contexto que no se lo permitió porque resultaban peligrosas porque eran un testimonio para otras mujeres de una vida que no se ceñía a un contexto patriarcal, misógino y violento. No se  ajustaba a lo que la Iglesia y el Estado deseaban. Por eso las quemaron.

Como defiende Mona Chollet en “Brujas” (Penguim Random House,2019) ellas fueron las perdedoras de una historia muy violenta, y plantea: “¿Por qué han de ser ellas las únicas vencidas que no tengan derecho a un punto de vista?”, un punto de vista que no sea único. Chollet recoge la pregunta que Mary Daly expone cuando, desde una historia que relata los hechos desde una visión patriarcal, se plantea que las persecuciones de brujas tuvieron un papel “terapéutico”. Este interrogante cuestiona si al narrar lo ocurrido en el pasado “osarían utilizar el mismo calificativo a propósito de los pogromos contra los judíos o los linchamientos de negros”. Obviamente no, porque hablamos de derechos humanos, de derechos civiles. No fue terapéutico en absoluto, fue violencia contra las mujeres, también hablamos de derechos humanos.

Chollet defiende que todas las mujeres, incluso las que no fueron acusadas, sufrieron los efectos de la caza de brujas, argumentando: “La pública puesta en escena de los suplicios, poderoso instrumento de terror y de disciplina colectiva, las conminaba a mostrarse discretas, dóciles, sumisas, a no molestar. Además, debieron de adquirir de un modo u otro la convicción de que encarnaban el mal; debieron de convencerse de su culpabilidad y de su perversidad innatas. Fue el fin de la subcultura femenina vivaz y solidaria de la Edad Media”.

Quien las llamaba brujas las deslegitimaba, las desvalorizaba, las controlaba, las violentaba, las torturaba, las quemaba en la hoguera. Debieron vivir en el miedo. ¿Debemos elegir la misma palabra de quienes les negaron todos sus derechos como mujeres, como seres humanos? 

Como profesorado deberíamos no olvidar lo que desde la educación bell hooks nos recuerda en “Enseñar pensamiento crítico” (Rayo Verde, 2022): “los efectos que las ideas y los sesgos sexistas han tenido en las formas de conocimiento han creado ciertas distorsiones y han apoyado de manera sistemática la desinformación y las falsas suposiciones; por lo tanto, han arrebatado al aprendizaje la integridad que deberá ser siempre fundamental en la adquisición de conocimientos. El uso de la educación como una forma de reforzar el pensamiento patriarcal ha socavado la democracia, pues de este modo se ha puesto la educación al servicio de los intereses de un grupo social privilegiado”. 

 Desde el feminismo también debemos fundamentar críticamente lo que defendemos, compartiendo la investigación feminista que muestra las distorsiones de nuestra cultura, porque la resistencia frente a la opresión no va a transformar nada si es banal, y si no profundiza podemos reforzar al grupo privilegiado, en lugar de ofrecer resistencia que es el propósito del feminismo para poder transformar.

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