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Se ama o no la Navidad desde la perspectiva terrenal, que no la celestial. Desde este último aspecto, el religioso, la conmemoración del nacimiento de Jesús, hijo de Dios, no puede verse perturbada por las circunstancias personales de las y los fieles. La celebración se halla por encima de las alegrías o las tristezas individuales.

Observada desde el terreno profano, la Navidad constituye una gran fiesta para la infancia, siempre y cuando se viva en el seno de una familia satisfactoria y sin estrecheces económicas. Es el calor de los parientes sentados alrededor de una mesa cuajada de exquisiteces, del recital de poemas navideños, de los juegos a media tarde. Nada perturba la placidez de niñas y niños todavía exentos de angustias y experiencias negativas.

Con el paso de los años, las celebraciones navideñas no solo se tiñen de alegrías sino también de pesares. Allegados que han fallecido, otros que viven lejos, otros con los que han surgido enemistades, situaciones que conducen a unas sillas vacías que hielan el corazón en medio de la anhelada calidez. Las personas que se han ido han dejado un vacío doloroso, insoportable si no fuera que otras han venido a llenarlo. Criaturas que suplen a las y los ausentes vivificando la reunión hogareña, las ancianas y los ancianos desaparecidos compensados con el advenimiento de una descendencia consoladora.

La familia, en todas sus modalidades, persiste, junto con las amistades. La tradición cristiana de la Navidad se renueva año tras año, aunque en ocasiones duela, dado que lo general nunca puede ser aplicado en su totalidad a lo particular. La gente sola, o enferma, o irritada difícilmente puede celebrar una Pascua fijada en el calendario. Para estas personas el deseo de una mejoría en su realidad, y para las y los afortunados una sincera felicitación navideña.

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