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Los helicópteros sobrevuelan nuestros pueblos y ciudades, se los ve y se los oye, y cabe pensar en que tenemos suerte de que no se trate de aviones de guerra. Suerte de que no nos caigan encima millares de bombas como actualmente le ocurre a la desdichada población de Gaza. Como ocurre en Ucrania y en tantas partes del mundo sometidas al flagelo bélico.

En pueblos y ciudades también se dejan ver y oír las ambulancias, a menudo con las sirenas ensordecedoras pidiendo paso por situaciones urgentes. Por fortuna, enfermas y enfermos son transportados a un hospital donde serán atendidos, algo que no está sucediendo en Gaza, el desventurado territorio donde apenas quedan hospitales ni medicinas. En consecuencia, estremece pensar en quienes, con necesidad de diálisis, morirán antes de tiempo, en quienes lo harán por una crisis asmática no tratada, en las mujeres que parirán bajo las bombas si llegan a hacerlo, en tantas carencias que conducen al sufrimiento y a la muerte. 

Gozando de paz, nos obligamos a seguir nuestro camino dado que nos sabemos impotentes para frenar tanta barbarie. Tomamos nuestro desayuno con plena insolidaridad y pleno engaño. La incapacidad conduce al autoengaño, queriendo obviar que cualquier día las bombas pueden caer también sobre nuestras cabezas, según decidan los capitostes, los malvados y enloquecidos mandatarios. 

Infelices borregos allí, donde los bombardeos matan y destruyen, y aquí, siempre expuestas y expuestos a ser carne de cañón. La ONU fue instaurada en 1945 para amparar la paz mundial. Sus continuos fracasos atestiguan dolorosamente no solo su inutilidad sino que evidencian que la ciudadanía no somos tal sino que seguimos siendo una masa subordinada.

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