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En Viena, en el hospital materno-infantil más grande del mundo a mediados del siglo XIX, a sus 28 años Ignaz Semmelweis contabilizó que entre un 10% y un 30% de las mujeres morían al dar a luz. Al recoger los datos, observó que morían más mujeres cuando las trataban los médicos y los estudiantes, y menos cuando lo hacían solo las matronas. Semmelweis relacionó esta diferencia con el hecho de que los médicos y los estudiantes también solían realizar autopsias, y, sin tomar ninguna medida higiénica, trataban a las mujeres que estaban de parto, lo cual llevó a Semmelweis a proponer que lavarse las manos no solo con jabón sino con una solución líquida basada en el cloro podría resultar beneficioso, y, efectivamente, así fue, los fallecimientos en estos casos disminuyeron hasta alrededor de un 3%. Se podría pensar que este descubrimiento generó una gran alegría entre sus colegas. Sin embargo, no fue así. Evidentemente, no fue el bienestar de las mujeres lo que primó en las reacciones contra las medidas que proponía Semmelweis, y prefirieron seguir diciendo que estas muertes se debían a causas intangibles. Semmelweis terminó perdiendo su puesto de trabajo e incluso su salud mental.

 

Louis Pasteur fue uno de los científicos que apoyo la aportación de Semmelweis. Pasteur, conocido por descubrimientos tales como la vacuna contra la rabia o el carbunco, o el famoso proceso de pasteurización, participó en el debate que en aquella época se desarrolló sobre la generación espontánea. Una teoría muy extendida afirmaba que había formas de vida animal y vegetal que surgían de forma espontánea. De alguna manera, estas ideas pueden resonar en algunas teorías que se difunden hoy en día en educación, aquellas teorías que sin ninguna evidencia afirman que los aprendizajes se generan sin interacción mediante, como por generación espontánea. En el debate del siglo XIX, Pasteur demostró definitivamente que todo ser vivo proviene de otro ser vivo y que no surge espontáneamente.

 

Existe una línea teórica muy sólida que sitúa las interacciones en el centro. A hombros de gigantes como Vygotsky, Mead, Freire, Bruner, Habermas y Flecha, la investigación ha demostrado que participar en interacciones enriquecedoras es la clave para aprendizajes de todo tipo. La investigación científica más puntera ha demostrado que también en el ámbito de las masculinidades las interacciones son clave para neutralizar las masculinidades tradicionales y, a su vez, visibilizar y fomentar las nuevas masculinidades alternativas, que se caracterizan por el buen trato, por ser valientes y posicionarse contra la violencia, por ser capaces de aliarse con otras personas que también se posicionan, y por hacer todo esto a la vez que mejoran su salud y su atractivo.

 

La cuestión no es esperar a ver si surgen este tipo de masculinidades, a ver si tenemos suerte, sino crear contextos en los que se visibilice a las personas que tratan bien. Es fundamental crear espacios en los que nos podamos quitar las gafas opacas que no nos dejan ver y podamos darnos cuenta del brillo que irradian las personas que tratan bien. Por supuesto, las escuelas, institutos y universidades pueden ser espacios muy transformadores en este sentido. Podemos fomentar que ocurran cosas que en otros lugares será más difícil que ocurran.

Pero incluso en lugares en los que no podamos crear estos contextos de manera generalizada, se puede actuar de manera transformadora. Un hombre que obtiene beneficios de algún tipo cuando trata mal, no tendrá interés por cambiar, y un hombre que trata bien, en cambio, en más de una ocasión, como mucho, no pasará de ser considerado majo sin más. Mediante nuestras interacciones podemos contribuir a la transformación. Si el que trata mal se da cuenta de que tratar mal no le renta, y si se premia el buen trato realmente, las cosas cambian.

Las masculinidades se aprenden, no son características naturales inalterables, no surgen de causas intangibles. Qué bonito es cuando nos movemos para que lo bueno brille.

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