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En el año en que murió, 1276, Jaume I el Conquistador había dejado escrito en su testamento: “es necesario amar y proteger a las personas y al pueblo; hacer que reine la justicia y cuidar que los grandes no opriman a los pequeños”. Una voluntad que, por una parte le honra en su lecho de muerte, más allá de las circunstancias de su reinado de hace siete siglos, y por otra no deja de ser un espejismo nunca hecho realidad.

De haber sido escuchada tan sabia recomendación, las personas estaríamos exentas de todo daño causado por la codicia humana. Ni explotación laboral, ni guerras, ni cambio climático provocado por la avidez empresarial. La justicia sería una garantía para todo el mundo, sin magistrados corruptos o vendidos a ideologías. Ningún grande oprimiría a ningún pequeño, llegados al punto en que no habría las especies muy grande y muy pequeña.

¡Qué inmensa decepción!… Transcurren los años y los dirigentes no ha prestado oídos a la exhortación del monarca medieval. ¿Por qué habrían de hacerlo, tratándose simplemente de un bien intencionado más en la historia universal? Tampoco se han seguido las nobles encomiendas de otros dignatarios, mujeres u hombres. Continúan las guerras, continúa habiendo oprimidos, las catástrofes naturales o provocadas continúan afectando más a la gente pobre que a la rica, se continúa dictando sentencias injustas. La página donde el rey medieval estampó su voluntad queda, pues, como una reliquia a leer de vez en cuando, quizás sin perder la esperanza.

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