Por antonomasia, las guerras se llevan la paz. Destruyen vidas y construcciones, escenarios globales, contundentes. Pero, ¿qué escenarios particulares se llevan como el viento? El de aquella mujer que en su vida cotidiana disfruta al mediodía soleado de las plantas de su terraza, del gorrión que vuela inconstante de un arbusto a otro hasta desaparecer, de los grandes moscardones negros libando y zumbando, que contempla a lo lejos la urraca posada en un tejado, elegante con su cola estrecha y alargada. Con esto le basta para ser feliz. No desea nada más. Ni riquezas, ni viajes, ni espectáculos deslumbrantes. Tan solo la paz de su casa. Esta que de pronto se llevan los misiles, lanzados por designio de poderes lejanos y perversos.
A otras personas las guerras les arrebatan la paz de sentarse en el sofá para leer, o para ver la televisión, o para jugar con su móvil. Como marionetas sin potestad de decisión son maltratadas, asesinadas, expulsadas de su tranquilidad sin remisión. Escenarios apacibles robados por las guerras siglo tras siglo. Por los cuatro jinetes del Apocalipsis -la conquista, el hambre, la guerra y la muerte- siempre presentes por mor de la estupidez de mal llamado Homo Sapiens. Cuatro caballeros de los cuales uno bastaría, porque la guerra alberga a los otros tres: conquista, hambre y muerte. Ya no es posible que la mujer se complazca con las plantas, los moscardones, los gorriones o las urracas. La guerra se lo lleva todo. La propia vida o, aún peor, la de los seres amados.
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