Una calle céntrica de una ciudad, gente esperando el autobús, diez o doce personas de edades diversas. Llega una mujer de semblante latinoamericano vestida con una especie de túnica, con una niña y un niño pequeños y un bebé en un cochecito.
En voz alta, al alcance de todas y todos, una mujer de unos setenta años de edad, sentada bajo el cobijo de la marquesina de la parada, estalla: “¡Vaya, ya la tenemos aquí, a que la mantengamos!”. Al instante, otra mujer que está de pie se agrega a la injuria: “¡Sí, a chupar del bote, cuatrocientos euros que les dan cada mes a nuestra costa!”.
A apenas un metro de distancia, la extranjera habrá oído todo. Solo las criaturas habrán permanecido ajenas. Se me ocurre objetar, dirigiéndome a la segunda mujer, la que tengo más cerca: “Eso de los cuatrocientos euros es una leyenda urbana. Además, ella y su familia seguramente estarán trabajando”. No obstante, la respuesta unísona de ella y la otra surge concluyente: “¡Que va!… Aquí, nosotros pagamos y ellos cobran”.
Aparece el autobús, con dos puertas de acceso, y la gente se dispersa para subir. La inmigrante por un lado, las racistas por otro. Yo también subo, todavía aturdida porque nunca había percibido tan de cerca el odio racista.
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