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Desde mi terraza veo, al mismo nivel, la azotea de un edificio de pisos del cual me separa una calle no muy ancha. La ropa tendida en varios alambres voltea impulsada por el viento cuando un hombre que juzgo de edad madura aparece con una cesta en la mano. Lleva un delantal con peto y se dirige al tendedero. Le observo y llama mi atención un gesto particular.

Está recogiendo una sábana doblándola en el propio alambre una vez y luego otra, de forma que al descolgarla ya está a punto de ser doblada convenientemente para colocarla en la cesta y más tarde, es de suponer, en el armario. Repite idéntica operación otras dos veces, para luego ir recogiendo el resto de ropa. Carga con la cesta a rebosar y se encamina a la puerta por donde ha accedido a la azotea. Durante unos segundos, nuestras miradas se cruzan, aunque la distancia impide que distingamos la expresión de nuestras pupilas. No obstante, deduzco que ha advertido mi observación y que en sus ojos nace un saludo lejano, al igual que en los míos.

Me ha encantado la actitud de este hombre con la ropa por cuanto tiene de minuciosa. Confieso que nunca he tenido la previsión de doblar adecuadamente las sábanas tendidas, y tampoco he visto a ninguna mujer que lo haga. Los hombres tienen fama de fijarse poco en los detalles domésticos, a ellos les va el grosso modo cuando se deciden a intervenir. 

La excelencia de mi desconocido vecino radica, no en que acceda a la azotea llevando delantal y se ocupe de la ropa tendida, algo que poco a poco se va convirtiendo en común. Radica en mostrar un esmero que de costumbre se atribuye a las mujeres. Espero tener la suerte de que coincidamos en otra ocasión, él en su azotea, yo en mi terraza. 

 

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