Marilyn Monroe en Don't Bother to Knock (1952). Wikipedia

Un día del mes de agosto de 1962, la sex symbol por excelencia se suicidó engullendo una gran cantidad de barbitúricos. Acabó con su vida y perpetuó su belleza en el imaginario social, puesto que ninguna imagen de decadencia física ha sido posible. En especial, se ahorró el destino que le deparaba Hollywood.

A los 36 años de edad era todavía hermosa y seductora, pero, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo sería la gran estrella? La decadencia llamaba a su puerta inexorablemente, y conocido es el trato que los estudios cinematográficos dispensaban a las actrices contratadas por su atractivo cuando estas alcanzaban la madurez (quizás ahora en menor medida).  Basta con observar los ruines papeles asignados a coetáneas suyas, como por ejemplo Rita Hayworth o Ava Gadner, siendo ya veteranas. Esto contando con “la suerte” de no ser enviadas al baúl de los mitos desechados y olvidados.

Actualmente, si el tiempo le hubiera preservado la vida, Marilyn Monroe sería una anciana de 96 años. Jamás la veremos con flacidez y arrugas, ella misma se procuró una imagen de inmarcesible lozanía en la historia del cine. Su leyenda se hubiera difuminado fácilmente para las siguientes generaciones si no hubiera optado por poner fin a su vida antes de que esto ocurriera. Quizás lo temía, lo presentía, lo tenía claro. Quería que su figura tentadora perdurara en el cine y en las fotografías, como así ha sido.

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