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Como fardos de cosas, las personas indeseadas que arriben al Reino Unido serán transportadas a Ruanda sin que puedan abrir boca. Habrán atravesado países varios, invertido todo su dinero, sorteado traficantes de personas, navegado en pateras viendo morir ahogados a muchos de sus congéneres, y en cuanto alcancen su objetivo serán empaquetadas y depositadas a 6.500 kilómetros de distancia. De Londres a Kigali, como hubiera podido ser cualquier otro territorio cuyo gobierno hubiera aceptado recibirlas a cambio de 140 millones de euros anuales.

Regresar contra su voluntad al África de donde han salido, depositadas en un país que para la gran mayoría será extranjero, tantas esperanzas y tantos esfuerzos hechos añicos. Personas maltratadas como objetos sin valor alguno. Boris Johnson pretende lavarse la cara acordando con Paul Kagame, presidente de Ruanda, que mujeres y hombres serán incorporados a la sociedad ruandesa en igualdad de condiciones en cuanto a empleo y en cuanto a asistencia sanitaria. Es de temer, sin embargo, que todo acabará en papel mojado.  ¿Acaso cabe esperar que el premiar británico vigile el cumplimiento de tales requisitos cuando muestra tan escaso respecto por los derechos humanos?

En efecto, ¿dónde se encuentran los Derechos Humanos suscritos internacionalmente y por el propio Reino Unido? Hasta el día de hoy, ningún país europeo se había atrevido a denigrar hasta tal extremo a un colectivo humano. Sí parece que lo ha hecho Australia, en Oceanía. La Unión Europea ya no tiene autoridad sobre Gran Bretaña, ya no caben sanciones, y la expulsión a destajo de inmigrantes viene a ser otro fruto del Brexit. 

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