Desde la Edad Antigua, pasando por el Medievo y hasta hoy, las características y los efectos de las guerras han evolucionado.
En un primer estrato, podemos ver cómo Alejandro Magno no solo disponía de un armamento baladí en comparación con el actual sino que marchaba al frente de los contendientes. También caudillos medievales como Jaume I el Conqueridor, por ejemplo, guerreaban al lado de sus soldados. Incluso Napoleón Bonaparte, a finales de la Edad Moderna, se hallaba presente en los campos de batalla.
Un cambio en la evolución bélica advino netamente con la I Guerra Mundial, cuando reyes, presidentes o cancilleres permanecieron a resguardo en sus despachos. Sin embargo, por entonces las batallas aún se libraban en el frente, siendo esporádicos los bombardeos y las muertes entre civiles.
La llegada del tercer estrato, iniciado con la II Guerra Mundial, se produjo cuando se dio paso al bombardeo generalizado, a la destrucción masiva y a la masacre de la población civil. En el siglo XXI, con el incremento del poder mortífero de las armas, la guerra se ha convertido en un monstruo nunca tan perverso. Sus cabecillas, incólumes, ordenan aquí y allá un colosal exterminio humano y patrimonial.
¿Cabe decir que las guerras son cada vez más bestias? No sería un calificativo adecuado, porque las bestias no realizan atrocidades. Las guerras son un producto humano, cada vez más humano.
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