Se llama Montse, y ocurrió hace mucho tiempo. Ahora ya es abuela, pero entonces era una jovencita alta y muy flaca que un día andaba por la ciudad cuando vio acercarse un joven. Tenía buen aspecto, iba bien vestido, de modo que cuando se plantó ante ella dispuesto a interpelarla no le provocó el menor recelo. Supuso que iba a preguntarle por alguna calle. Sin embargo, la pregunta fue muy otra. “Perdone señorita, ¿usted come muchos fideos?” Estupefacta, durante unos segundos permaneció inmóvil, lo mismo que él, hasta que le espetó un, “¡botarate!” y echó a andar dejándole atrás.
Cuando me lo contó, lo hizo divertida, en absoluto mortificada, sino sorprendida por la ocurrencia de aquel estúpido con ínfulas de gracioso. Su autoestima no se había derrumbado. Y yo me pregunto, ante este repentino recuerdo, cómo fue posible que no se sintiera humillada. Creo que puede hallarse una explicación, además de en su particular talante, en la ausencia en aquella época de la actual presión estética presente en todos los medios de comunicación. La perfección corporal de las mujeres exigida a través del cine, la televisión, las revistas y, más peligrosamente, las redes sociales. El desdén hacia las gordas o las escuálidas, la burla hacia las que no responden al canon.
Con el tiempo, ella se casó, engordó, tuvo hijos, y muy espaciadamente hemos rememorado este lance tan singular. ¿Qué habrá sido de aquel bufón? Montse sonríe y yo, también. Querida amiga.
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