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Diversos son los efectos secundarios de la Covid-19, y de entre ellos valga destacar tres. Uno bueno, uno malo y otro parcialmente bueno. 

Benditas sean las precauciones y las mascarillas que han acabado con la costumbre indiscriminada de besarse mujeres y hombres, mujeres y mujeres al encontrarse o, simplemente, al ser presentados.  ¡Qué estupidez la de chocar mejillas y esparcir microbios porque sí!… Tiene sentido que se haga con la familia y con las amistades, pero no por convencionalismos. Confiemos en que cuando podamos renunciar a las mascarillas continuemos relegando el besuqueo.

El efecto negativo concierne a la utilización de las terrazas de bares y restaurantes en época de frío. Sabemos que esto comporta la instalación de estufas a tutiplén con la consiguiente contaminación ambiental. La Unión Europea ya se había propuesto prohibir semejante sistema, adoptando el tradicional y sensato de estar afuera en verano y dentro en invierno. La maldita pandemia ha postergado la prevista normativa, con lo cual quizás no padezcamos el virus pero es posible que pese a las estufas pillemos una pulmonía, y con lo cual sí es seguro que el medio ambiente se enrarecerá. 

Por lo que respecta al efecto parcialmente bueno, concierne a los grandes beneficios económicos que están obteniendo las industrias relacionadas con la pandemia. Con la fabricación de mascarillas, los tests de contagios, las batas de plástico, etc. han surgido negocios redondos, si bien el colofón es incrementar exponencialmente la cantidad de residuos. Sin obviar que el mayor enriquecimiento procederá de la elaboración de las vacunas. No hay mal que para bien no venga, dice un necio refrán, pero es cierto que a veces no yerra, aunque solo sea en relación a algunas personas. Y en el caso concreto del mal de la covid-19 da en el clavo, dado que salvar vidas y al mismo tiempo cosechar considerables ganancias crematísticas constituye un auténtico paraíso.

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