Hace 200 años, una epidemia asoló Barcelona. La llamaron fiebre amarilla y, en una urbe de 100.000 habitantes, hubo 20.000 infectados y cerca de 10.000 muertos. La peste fue introducida por un barco procedente de Cuba, y la gente acomodada no tardó en huir de la ciudad, todavía amurallada. Los que permanecieron en ella vieron cómo Barcelona quedaba incomunicada, con las puertas y carreteras controladas, el puerto sellado a toda navegación. Se cerraron talleres, tiendas, fábricas. Ahora, en 2020, la imagen ha resultado muy semejante, con unas disposiciones oficiales prácticamente calcadas. La ciudad no tiene murallas desde 1845, pero los habitantes hemos estado confinados durante meses. Aunque la ciencia ha avanzado, a aquel virus y a este se los ha tratado análogamente.
Las condiciones sociales, económicas, hospitalarias actuales sí son distintas y mejores, por supuesto, no obstante, persisten otras equivalencias. Aquel año, la mayoría de muertes se contaban entre las clases populares; también ahora la clase baja ha sufrido en mayor grado las consecuencias. En aquella circunstancia, mucha gente se quedó sin trabajo, había hambre, y el Ayuntamiento repartía comida, la conocida como “sopa boba”; ahora son centenares las personas que han debido recurrir a ONG para comer.
Contra la fiebre amarilla no existían medicamentos, los únicos recursos eran la reclusión de los enfermos y el bloqueo de las comunicaciones, y la peste desapareció por los mismos procesos naturales que durante siglos han actuado en el cúmulo de plagas que han azotado a los seres humanos. En el siglo XXI no pensábamos que podíamos ser susceptibles al ataque de una pandemia, pero lo estamos siendo. Con más hospitales, médicos, fármacos, laboratorios, científicos, y no obstante, cuán iguales han sido las medidas gubernamentales de hoy a las de ayer. Ojalá fuera esta la última pandemia, pero nadie, incluidos los hombres y mujeres más expertos, es capaz de garantizarlo.
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