La Asamblea General de Naciones Unidas, ratificó en 1989 la Convención sobre los Derechos del Niño y la Niña que establece en su artículo 27 que corresponde principalmente al entorno familiar la responsabilidad de asegurar el derecho de todos los niños y niñas “a un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social”. Pero, ¿quién se ocupa de hacer efectivo este derecho vital para las niñas y niños cuando, por diferentes causas y para salvaguardar su interés superior, han de permanecer fuera de su entorno familiar?
Factores de gran alcance como la falta de salud, los conflictos armados, los desastres naturales, las crisis económicas, los problemas sociales, el abandono o la violencia intrafamiliar, desembocan en ocasiones en la imposibilidad o incapacidad parental, temporal o definitiva, para asegurar en todos los ámbitos un nivel de vida adecuado para el desarrollo pleno y armonioso de sus hijos e hijas.
La investigación “Estimating the number of children in formal alternative care: Challenges and results”, publicada en la revista Child Abuse & Neglect, estima que alrededor 2,7 millones de niños y niñas de entre 0 y 17 años de edad permanecen en sistemas de cuidado institucional. El estudio aborda información de los 140 países que cuentan con datos disponibles al respecto, una muestra que representaría aproximadamente al 80% de la población infantil a nivel mundial. Además, UNICEF alerta de que estas alarmantes cifras son solo la punta del iceberg, pues existen importantes “carencias en la recopilación de datos y la exactitud de los registros en la mayoría de países”, por lo que insta a los gobiernos de todo el mundo a reducir el número de menores abocados a crecer en instituciones.
La situación es más preocupante, si cabe, si se tienen en cuenta la gran cantidad y solidez de evidencias científicas que existen desde hace décadas y que demuestran los impactos adversos de la institucionalización en el desarrollo cognitivo, social y del lenguaje de los y las menores que sufren privación de un entorno familiar. Entre estos efectos se encuentran la interrupción de las aspiraciones académicas, mayores probabilidades de sufrir psicopatologías como ansiedad, depresión y estrés postraumático, problemas en el desarrollo cognitivo, social y del lenguaje y mayores riesgos de exposición a la violencia y a conductas nocivas para su salud.
El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia exige urgencia a los esfuerzos de todos los Estados para lograr la desinstitucionalización en los sectores de protección de la infancia en todo el mundo. Pero, al tiempo que se potencian programas para la adopción y el acogimiento familiar, urgen también medidas para mejorar los entornos institucionales y la capacitación profesional de los cuidadores y las cuidadoras para intervenir de manera temprana y efectiva.
Al respecto, una investigación cuasi-experimental realizada en orfanatos de Rusia, desarrolló una intervención dirigida a cambios estructurales de las instituciones hacia ambientes más familiares (“More ‘family-like’ environment”). Simultáneamente, se implementó un plan de formación en desarrollo infantil y salud mental para el personal de los centros de menores enfatizando, sobre todo, la importancia de la calidad de sus interacciones hacia los niños y niñas (“Love these children”). Tras esta intervención se comprobó que mejorar la calidad de las interacciones tenía efectos de mejora sustancial en el desarrollo físico, mental, social y emocional de las niñas y niños institucionalizados (The St. Petersburg-USA Orphanage Research Team, 2008).
Entre la población infantil más vulnerable del mundo se encuentran las niñas y niños que tienen que vivir y crecer fuera de su núcleo familiar. Mientras la sensibilización de la sociedad, la investigación y las políticas de protección a la infancia avanzan hacia la desinstitucionalización, los y las profesionales de su cuidado tienen un papel fundamental en sus oportunidades de futuro en términos de desarrollo cognitivo, social y del lenguaje y de inclusión socioeducativa. Aumentar su formación académica y capacitación profesional, mejorar la calidad, cantidad y reciprocidad de sus interacciones hacia estos y estas menores, aumentar la estimulación, crear redes de apoyo emocional, adquirir un compromiso personal, fomentar la calidez en el trato y el afecto y mantener altas expectativas sobre su potencial académico, puede convertir a las y los profesionales del ámbito de la educación social en una segunda oportunidad para las y los menores que viven institucionalizados.
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