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A pesar de que el colectivo antivacunas es minoritario, existe una amplificación tanto de su importancia numérica como de su responsabilidad en el rebrote de determinadas enfermedades, ignorando que la mayor parte de la población no vacunada en Europa y en el mundo no lo está, no por una cuestión ideológica, sino porque tienen dificultades para acceder a la vacunación como consecuencia de la exclusión social, la pobreza y un acceso deficiente a la atención sanitaria. Si, en lugar de esa obsesión con los llamados antivacunas, pusiésemos más énfasis en llegar a esas personas que no es que se opongan a la vacunación, sino que simplemente tienen dificultades para acceder a ella, aumentaríamos muchísimo más las tasas de inmunización. En otras palabras, cuando busquemos responsables, más que a los antivacunas, deberíamos apuntar a nuestras autoridades, que son quienes pueden implementar políticas públicas destinadas a combatir la pobreza y la exclusión social, principales causas de la no vacunación. 

El simplismo excesivo no ayuda a analizar adecuadamente las múltiples causas de los fenómenos y, por tanto, impide adoptar medidas que nos permitan ser más eficaces en el futuro. El niño de Olot murió porque no estaba vacunado, por supuesto. Pero murió también porque nuestro sistema sanitario no tenía el tratamiento y tuvo que importarlo desde Rusia, tras días de andar buscándolo por medio mundo, a pesar de que la efectividad del tratamiento depende en gran medida de que sea administrado durante las primeras 48h. Pero no escuché yo a Boí-Ruiz hacer la más mínima autocrítica. En lugar de descargar toda nuestra rabia contra esos padres y los antivacunas, podríamos guardar un poco de energía para pedir responsabilidades a nuestras autoridades sanitarias y exigir que tengan siempre algunas dosis del tratamiento. Mañana puede ser cualquiera de nuestros niños quien contraiga la difteria en las primeras semanas de vida, antes de recibir la primera dosis de la vacuna, por muy provacunas que seamos; o quizás sea un niño que no puede ser vacunado porque está inmunodeprimido a consecuencia de un cáncer, o una niña procedente de un país pobre donde la vacunación no esté suficientemente extendida o que acabe de llegar después de pasar media infancia en un campo de refugiados. 

Sería conveniente también analizar el papel que juegan nuestras autoridades sanitarias en el fomento de posturas antivacunas. En ocasiones se han introducido en nuestros calendarios vacunas cuyos beneficios son cuestionables, adoptando decisiones precipitadas que responden más a intereses electoralistas que a la evidencia científica, dado que incluir una nueva vacuna en plena campaña vende muy bien entre una población a la que se ha convencido de que cualquier vacuna es buena per se. Esta irresponsabilidad es una de las causas del aumento de los colectivos antivacunas. Pero es más fácil culpar a éstos últimos -mensaje que, sirviéndose del miedo, cala fácil entre la población- que analizar cómo determinadas recomendaciones sanitarias aumentan la desconfianza y el escepticismo.

Existe en todo esto una estrategia clara: demonizar a los llamados “antivacunas” y meter en ese grupo de seres peligrosos a cualquiera que sea reacio o crítico con una vacuna determinada. Esto es tremendamente peligroso porque tan irresponsable puede ser promover la no vacunación como promover la implantación de cualquier vacuna de modo acrítico, sin exigir evidencia sólida sobre sus beneficios y su seguridad a medio y largo plazo. Dejando de lado un sector minoritario que se opone a cualquier vacuna, lo que existen son personas y colectivos que cuestionamos algunas vacunas y que consideramos que, para generalizarlas, se debería exigir mucha más evidencia sobre su seguridad y eficacia. Pero esto requiere tiempo y en esta sociedad tan rápida parece que nos falta el sosiego necesario para analizar los efectos a medio y largo plazo.  

Esta estrategia de promover la idea de que toda vacuna es buena y demonizar a cualquiera que cuestione no la vacunación en sí, sino la conveniencia de algunas vacunas, es útil sólo a los intereses económicos de quienes se benefician de vender cuantas más vacunas y cuanto más precipitadamente mejor. No beneficia en nada a la salud de una ciudadanía que lo que requiere es un debate sereno y basado en la evidencia. No nos acuséis de irresponsables o acientíficos precisamente a quienes exigimos mayor evidencia científica en la implantación de vacunas. Y no permitamos que se demonice el debate, que es lo que pretenden quienes persiguen su interés de vender cuantas más vacunas mejor, cuando intentan anular cualquier reticencia señalando como peligroso a cualquiera que discrepe, aunque lo haga en base a argumentos científicos. Vigilemos las propuestas de inhabilitar a todo sanitario que muestre escepticismo frente a una vacuna. ¿Quién, entonces, se va a atrever a cuestionar la idoneidad de una vacuna? ¿Quién va a ser el contrapunto a los miles de esfuerzos y euros invertidos por la industria para argumentar en favor de extender toda vacuna, cuanto más nueva y cara sea mejor? ¿Creemos, de verdad, que la principal motivación de esas empresas es nuestra salud? ¿Contribuiremos a “sacrificar” a los Galileos actuales por rebatir científicamente ideas que no por hegemónicas son necesariamente ciertas?

No soy antivacunas. De hecho y, pese a que no me gusta esa dicotomía falaz e interesada, antes me tendría que definir como provacunas, dado que he cumplido con el calendario vacunal al completo con mis dos hijos mayores y he rehusado una sola vacuna para el pequeño (me refiero por supuesto al calendario vacunal recomendado por la autoridad sanitaria competente en mi comunidad autónoma, no a las vacunas recomendadas a parte por la Asociación Española de Pediatría, una asociación privada que no me suscita demasiada fiabilidad en tanto en cuanto lo mismo recomienda las galletas dinosaurio, un detergente o cualquier producto si le pagan bien por avalarlo). Y he rehusado una sola de las vacunas incluidas en el calendario no por desconocimiento, ni siguiendo los consejos de algún iluminado, ni porque vaya a arriesgar la vida de mi hijo por una moda o cruzada personal. Ha sido una decisión tomada fruto de una reflexión profunda basada en información científica que me ha llevado a la conclusión de que no existe todavía suficiente evidencia que avale esa vacuna en concreto. Del mismo modo que los profesionales sanitarios son los que más desobedecen la recomendación de nuestras autoridades de vacunarse de la gripe. No es que la mayoría de médicos sean antivacunas, ni irresponsables. Es precisamente su conocimiento de que no existe evidencia científica sobre los beneficios de vacunar de la gripe a los profesionales sanitarios ni para ellos ni para sus pacientes, lo que les lleva a desobedecer una recomendación cuya única beneficiaria clara es la industria. Se puede discrepar, por supuesto, pero en base a debate científico y no a descalificaciones, imposiciones o posturas acríticas y anticientíficas que defienden que toda vacuna es buena siempre.

Asistimos a una fuerte campaña dirigida a responsabilizar a los sectores antivacunas del rebrote de sarampión que estamos viviendo en Europa. Llueven artículos que hacen referencia a documentos de la OMS (siempre queda bien mencionar a la OMS), aunque no los citan. Una lectura minuciosa de los documentos a los que parecen referirse muestra que la OMS señala causas que tienen que ver con la pobreza, los desplazamientos forzados y las deficiencias de los sistemas sanitarios y pone de relieve cómo dentro de la propia Europa es en los países y entornos más desfavorecidos donde más están aumentando los casos. En ningún documento la OMS demuestra que exista una relación causal entre los recientes brotes de sarampión y el aumento de los movimientos antivacunas, pese a que la prensa se empeñe en titulares que asocian esos dos elementos sin ofrecer ni un solo indicio que demuestre una correlación causal: no muestran datos de cuántos de estos casos se han dado en entornos donde hay mayor proporción de antivacunas, ni si los afectados estaban o no vacunados, ni los motivos por los que no lo estaban si ése fuera el caso. Los datos parecen apuntar a que el rebrote se está dando en poblaciones deficientemente vacunadas como consecuencia de conflictos bélicos y/o pobreza y en poblaciones adultas tampoco vacunadas adecuadamente por decisiones de nuestras autoridades sanitarias en el pasado. No sabemos aún con certeza a qué se debe este rebrote, pero esperemos a analizar con rigurosidad dónde se están dando estos casos y así sabremos las causas reales en lugar de instrumentalizar el miedo para atacar a un colectivo determinado y evadir responsabilidades que pueden tener más que ver con las políticas sanitarias presentes y pasadas. Los cinco trabajadores de Vueling, por ejemplo, son personas adultas. Por razones de confidencialidad no ha trascendido si estaban o no vacunados, pero si lo estaban, significa que la inmunización de aquella vacuna ha fallado o se ha deteriorado con el tiempo; y si no lo estaban, segurísimo que la causa no eran los movimientos antivacunas actuales, a no ser que creamos que son tan peligrosos que sus superpoderes son también retroactivos y son responsables incluso de lo que sucedió antes que existieran.  

Hoy por hoy, nuestros hijos tienen más probabilidad de morir en accidente de tráfico que de sarampión, incluso aunque compartan pupitre con el hijo de algún antivacunas. Aun así, desde mi irresponsabilidad, mañana subiré a mis hijos en un coche, no por necesidad, sino para ir de vacaciones, así que no me creo yo con la legitimidad necesaria para linchar a esos padres antivacunas. Tampoco debieran creerse con esa legitimidad nuestras autoridades sanitarias, que no han conseguido acabar con las bolsas de pobreza que son las que parecen estar detrás de la mayoría de brotes de sarampión en nuestro continente y, en definitiva, suponen la mayor amenaza para nuestra salud pública.

Detrás de todo esto hay una campaña cuidadosamente orquestada para promover la vacunación obligatoria, creando miedo en la opinión pública y la falsa idea de que existe un sector importantísimo de antivacunas que amenazan la salud pública. Conociendo cómo funcionan nuestras autoridades y sociedades “científicas”, y las ingentes partidas de dinero que los lobbies farmacéuticos dedican a la publicidad, tanto directa al consumidor como a los profesionales y autoridades sanitarias, a mí me da bastante más miedo la vacunación obligatoria que los cuatro antivacunas. Con la vacunación obligatoria, los esfuerzos dedicados a promover la incorporación de decenas de vacunas al calendario se intensificarían en base a incentivos y presiones mucho más que a argumentos científicos centrados en mejorar nuestra salud.

No hagamos el juego a los intereses económicos focalizando el debate en “pro / antivacunas” cuando el debate real debiera ser qué vacunas sí y cuáles no, qué nivel de evidencia sobre seguridad y beneficios les pedimos y cómo abordamos la pobreza y la exclusión, que son las principales responsables de la no vacunación y del rebrote de algunas enfermedades.

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