Denis Mukwege y Nadia Murad

Una mujer y un hombre han merecido el premio Nobel de la Paz como símbolos de la lucha contra la violación de las mujeres en tiempo de guerra. Tomar el cuerpo de la mujer como arma de guerra constituye uno de los más perversos y repugnantes crímenes, persistente a lo largo de los siglos, ferozmente presente.

Nadia Murad, iraquí yazidí, ha relatado al mundo el horror padecido en manos del Estado Islámico tras ser secuestrada y convertida en esclava sexual. Consiguió escapar, y ha merecido el Premio como la voz que clama contra la estrategia militar que hace de los abusos contra las mujeres un arma corriente.

Desde la antigüedad, en todas las guerras el temor a ser violadas ha estremecido a las mujeres desde niñas. Han transcurrido los siglos, y ahí sigue la violación, como un monstruo indestructible. En la época actual se han dictado leyes protectoras como la suscrita en los Convenios de Ginebra de 1949 en los cuales se prohíbe explícitamente la violación durante la guerra. Por primera vez se reconoce como crimen, viniendo a ser reforzado este dictamen en 2002 por parte de la Corte Penal Internacional. Bienvenidas las leyes que permiten juzgar a los culpables, cuando pueden ser detenidos; malhadada la realidad en la que perduran el crimen y los criminales.

Murad ha compartido el Nobel de la Paz con un santo varón que lleva 20 años recomponiendo el cuerpo de mujeres maltrechas moral y físicamente. En la República Democrática del Congo, el ginecólogo Denis Mukuege atiende gratuitamente a miles de víctimas que en ocasiones incluso requieren una intervención quirúrgica. Miles. ¿Advertimos qué entraña semejante guarismo? La violencia sexual destrozando año tras año una inmensidad de cuerpos y almas. Aquí, allá, innumerables, huella de perversión masculina. En este caso, no cabe utilizar el eufemismo de perversión humana.

Secciones: Al reverso portada

Si quieres, puedes escribir tu aportación