En el presente debate Mercedes Cebrián defiende mantener los cuentos por su riqueza, a la vez que por el mundo de posibilidades, conocimientos y reflexiones que nos abren, mientras que Estibaliz Linares plantea que hay que cambiar los cuentos porque han dañado el imaginario femenino, sometiendo a las mujeres y niñas a una dependencia emocional y a un estado de sumisión. 

No cambiemos los cuentos

Mercedes Cebrián

De niña  era adicta a las historias sobre Guillermo Brown y su pandilla, escritas por la británica Richmal Crompton. En esos libros de cubierta color rojo, publicados por Editorial Molino en castellano, no me quedaba otra: me identificaba plenamente con Guillermo, que, al ser el héroe protagonista, corría las aventuras más divertidas y excitantes. Desde el sillón de orejas o la cama-nido en los que solía leer sus peripecias, yo era una más de su pandilla, aunque el grupo estuviese integrado exclusivamente por chicos.

La otra opción habría sido sentirme cercana al personaje de Violeta Isabel, la niña cursi con tirabuzones que usaba el llanto como arma y que estropeaba la diversión del grupo de varoncitos en cada uno de los libros de la colección.  A mí también me caía fatal Violeta Isabel, tan rematadamente mal como a Guillermo y a sus amigos. Por eso, quien se acerque a esos libros hoy para dárselos a leer a los niños y niñas actuales se halla ante una gran oportunidad no exenta de responsabilidad: la de explicar el contexto en que fueron escritas estas narraciones, sin por ello censurarlas o dulcificarlas. La manera de abordar esas ficciones infantiles hoy no tendría que ser muy distinta del modo en el que profesores y editores nos echan una mano cuando, de adultos o niños, nos acercamos al Cantar del Mío Cid o a La Celestina. Su lenguaje nos parece lejano y las relaciones que establecen los personajes entre sí nos resultan ajenas, pues son propias de una sociedad feudal donde el vasallaje era moneda corriente, de ahí que agradezcamos una edición con comentarios de historiadores o filólogos. 

Explicar el contexto en el que vivieron y crecieron los personajes de ficción Guillermo Brown y Violeta Isabel –la Europa de los años 20 a 50, principalmente– nos ayudará a entender que ambos eran víctimas de una sociedad en que imperaba el sistema de esferas separadas, en que los niños varones no sabían tratar con niñas de su edad porque nadie les incitaba a ello. “No me gustan las niñitas”, decía Guillermo ante la invitación de Violeta Isabel a que jugase con él. Ella entonces le amenazaba con estallar en lágrimas, cosa que a Guillermo le aterraba. En lugar de aprender de sus diferencias, el sistema los alejaba radicalmente: a él le generaba pavor el único mecanismo de defensa que ella había aprendido a poner en práctica ante el rechazo ajeno.

Qué excelente oportunidad tenemos aquí para, tras analizar esta situación, darnos cuenta de que todos, hasta la propia escritora que ideó a los personajes, padecían las dificultades de vivir en esa sociedad timorata y con estructuras férreas y difícilmente modificables. Qué gran momento para ser optimistas ante los progresos logrados en lo que llevamos de siglo XXI. Así, la idea de revisar los textos originales me parece delirante, pero no el añadido de un prólogo o material de trabajo que ayude a esos jóvenes lectores a entender el anteayer de la sociedad en la que viven y a valorar a los agentes que han hecho posibles esos cambios sociales. Y así podrán divertirse leyendo las aventuras de Guillermo como yo me divertí en su día.

Rompecuentos, reconstruyendo esquemas

Estibaliz Linares

Los cuentos son transmisores de saberes y costumbres. Se convierten en uno de los primeros vehículos de aprendizaje y, por tanto, en uno de los primeros agentes de socialización y contacto con los esquemas y patrones que se esperan de nosotras y nosotros.

Si bien ha existido una gran pluralidad de mundos que invitaban a niñas y niños a imaginar y soñar, lo cierto es que, en su mayoría, quedaban encasillados en términos dicotómicos. Así, es común encontrar en los cuentos princesas delicadas, maravillosas y que permanecen a la espera de príncipes que las rescaten; o niñas con miedo de que les pueda aparecer un “lobo” que las coma. Mensajes que, desde luego, han dañado el imaginario femenino, encorsetándolas a una dependencia emocional y a un estado de sumisión; y, a su vez, a hacer prevalecer los privilegios masculinos y aportar un perfil de masculinidad un tanto tóxico.

Pero, ¿Y si cambiáramos el cuento? ¿Y si Blancanieves explorase su sexualidad? ¿Y si Caperucita fuera una gran aventurera? ¿Y si la Cenicienta ya no quiere comer perdices? ¿Y si fuera un príncipe el que besase a una rana “chico”? Se plasmaría una realidad divergente, que desestructuraría aquello que viene dado. Es decir, los cuentos podrían convertirse en mecanismos de prevención de violencias machistas, herramientas de sensibilización y promotores de esquemas e identidades de género alternativo.

Tal y como ya han hecho diversas editoriales y autoras y autores, deconstruir los cuentos y diseñar historias divergentes invita a pensar y a creer que nuestra realidad también la podemos diseñar, que también la podemos deconstruir y, por tanto, también podemos ser agentes de cambios y de una transformación social. Es un proceso simbólico que ayuda a repensar la humanidad, sus comportamientos y, a su vez, a hacer un traspaso de conocimientos y saberes que permitan generar una realidad más equitativa. Por lo que invito a seguir con los rompecuentos que rompen esquemas que encorsetan.

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