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En el presente debate Mercedes Zavala plantea que aunque muchas óperas son sexistas por ser fruto de su tiempo, sólo preservando su identidad podremos leerla como nos plazca o convenga, mientras que Milagros Martín-Lunas defiende la idea de
cambiarlos siempre que se de un respeto absoluto hacia la música y la esencia de la
obra.

Mercedes Zavala



¿Censura retroactiva? No, gracias

La esencia de la ópera se sustenta en una fructífera relación entre texto dramático, música y otros elementos que dependen de la dirección escénica y actoral de cada producción. Texto y música suelen concebirse coordinadamente, por ello un cambio en uno de los términos distorsiona el conjunto, que obviamente es hijo de su tiempo. Es absurdo pretender que las obras decimonónicas se correspondan con la mentalidad de hoy, algo que solo lograremos programando a autores actuales. Las compositoras estaremos encantadas de mostrar lo que tenemos que decir las mujeres del siglo XXI en el terreno operístico.

 

La constatación de sexismo en las óperas pretéritas no es novedad. La musicología feminista lleva décadas analizando el repertorio bajo tal premisa. El problema aparece cuando atribuimos a lo artístico una misión que no tiene necesariamente:El teatro debe ser denuncia” dice Dario Nardella, (no sé qué autoridad le inviste para dictar lo que debe ser el arte, cuyo espacio parece que confunde con los juzgados); o cuando se mezcla el culo con las témporas: “En un momento en que nuestra sociedad tiene que soportar el asesinato de mujeres, ¿cómo podemos atrevernos a aplaudir el asesinato de una mujer?” pregunta Cristiano Chiarot (Sr. Chiarot: se aplaude la obra en su conjunto, no una acción dramática concreta). Esos dudosos alegatos lanzaban los responsables de una Carmen con final “retocado”. Pero una cosa es la manipulación del libreto para obtener un golpe de efecto (que por cierto presupone el conocimiento del original), y otra muy distinta la apelación a un revisionismo organizado, como al parecer se reclama.

 

La violencia de género es asunto tan serio que merece más que una boutade transgresora pero resulta ingenuo pretender que se va a solucionar reescribiendo finales. ¿Acaso el cambio del desenlace suprime la construcción de los roles de género de toda la obra?¿De verdad creemos que la sociedad actual se mira en los modelos operísticos del XIX? Pienso más bien que son los omnipresentes media, presentándose como realidades, los que propician una recepción potencialmente acrítica de clichés sexistas.

 

Generalizar el revisionismo supone una mirada hacia el pasado enfermiza, la huida hacia atrás camuflando las demandas del presente. Las obras tienen sombras, pliegues en los que frecuentemente se nos muestra lo que quizás no toleraríamos en la realidad. Somos libres de disfrutarlas, ignorarlas o considerarlas obsoletas, es lo que permite la apertura interpretativa que caracteriza lo ficcional, donde –¿hay que explicarlo?- mostrar no es suscribir.


Por eso, la ópera objeto de polémica ha sido calificada alternativamente de feminista o de sexista, cuando simplemente es un espacio de fábula aún vigente donde podemos proyectar experiencias, miedos y anhelos. Solo preservando su identidad podremos leerla como nos plazca o convenga. Porque como decía un personaje de George Eliot, “there is no guarding against interpretation”. Afortunadamente.

Milagros Martín-Lunas



¿Cambiar el final de una ópera? Sí, pero con matices

Ni una mujer. Al repasar la lista de los mejores compositores de ópera de la Historia no surge el nombre de ninguna mujer. Quizá sea ese el motivo por el que los personajes femeninos en su mayoría se revelen débiles, dependientes, sumisos, sacrificados por el bien del hombre, incluso, víctimas de terribles abusos. Todo esto no es más que el resultado de la visión de la mujer desde la perspectiva masculina y de una sociedad machista. De manera que si me preguntan si estoy de acuerdo con que se cambien las tramas en la ópera mi respuesta es sí, pero con matices. Y los matices son ni más ni menos que el respeto absoluto de la música y de la esencia de la obra.

Mi historia de amor con la ópera es muy reciente, acaba de cumplir la mayoría de edad. Llevo sólo 18 años escribiendo de ópera, primero en El Mundo y ahora en El Independiente. He visto patalear al patio de butacas del Teatro Real por representaciones que han provocado el rechazo del público. A vuela pluma me viene un Wozzeck de Calixto Bieito, la Salomé de Robert Carsen o el Don Giovani de Dimitri Cherniakov. Ninguno de ellos se atrevió a cambiar la trama.

Haneke sí que lo hizo con su versión de Così fan tutte. Marcó su impronta. El maestro alemán hizo suya la trama que subyace en la ópera de Mozart: la escuela del amor es un recorrido placentero y también amargo. Entre la verdad y la mentira.

Cuentan que Mozart escribió esta ópera sumido en la más absoluta tristeza, cuando su matrimonio estaba a punto de hacer agua. Haneke, acostumbrado a manejar los sentimientos como nadie, se adueñó de la trama incluso con sorpresa final.

Si el tándem Da Ponte-Mozart con Così fan tutte ha pasado a la historia por su transgresión, por su capacidad de justificar la liberación de la mujer en el siglo XVIII, por su perfecto engranaje entre la música y el texto, por preguntarse dónde radica la fidelidad o la infidelidad. Haneke utilizó esa dualidad para jugar con el tiempo en un espacio sobrio y elegante. Esta maravillosa versión se ha impregnado en mi retina para la eternidad. No, no me importó que Haneke cambiara el desenlace.

Se me ocurre otra razón para cambiar la trama de una ópera. Me sumo a la decisión de Leo Muscato que el pasado mes de enero pensó una versión alternativa de Carmen. Valiente se atrevió a  estrenarla en el Teatro de Florencia con la intención de criticar la violencia machista. En la versión de Muscato, don José no mata a Carmen sino que la joven le arrebata la pistola y acaba con la vida de su maltratador. ¿Y por qué no?

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