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El pasado mes de septiembre, Anna, una chica de 18 años, fue detenida en Nueva York y denunció por violación a los dos policías que la tenían bajo custodia. Anna pensó que su caso era fácil, las pruebas genéticas de las muestras que le recogieron en el hospital concordaban con los dos policías, ellos estaban de servicio y ella estaba bajo su custodia. Anna no podía ni imaginar que Nueva York es uno de los 35 estados de EUA en que no hay ninguna regulación que explícitamente prohíba a los policías tener relaciones sexuales con personas bajo su custodia si éstas “consienten”. Ahora Anna tiene que demostrar que no hubo consentimiento, tal y como los dos policías afirman.

En los últimos tiempos, gracias al feminismo, ha crecido la sensibilidad social sobre la violencia sexual. Iniciativas como el #metoo o el #yotecreo han visibilizado la urgencia de abordar una problemática que, de un modo u otro, afecta a casi todas las mujeres (y en menor medida, a muchos hombres) en algún momento de nuestras vidas. Esta creciente sensibilidad lleva a la necesidad de reflexionar sobre la idea de “consentimiento”.

El debate llega también al ámbito legal. Una de las peculiaridades del caso “La Manada” es que lo que sucedió está bastante claro, no hay grandes divergencias sobre los hechos entre las dos partes. Sobre lo que están deliberando los jueces no es sobre qué sucedió, sino sobre si lo que sucedió constituye o no agresión sexual. En definitiva, lo que se está dirimiendo son cuestiones que sin duda trascenderán el propio caso y que crearán precedente en cuanto a qué idea de consentimiento subyace en nuestro sistema legal.

El “no es no” se queda corto

No obstante, si bien tenemos más o menos claro el objetivo, que toda relación sexual entre dos o más personas sea motivada por el deseo de todas ellas, a la hora de concretarlo surgen interrogantes. Está claro que el “no es no” se queda corto, sabemos que hay ocasiones en que las personas no pueden decir que no, sea por el efecto de alguna sustancia, por la parálisis que producen determinadas situaciones intimidatorias, por las jerarquías sociales que subyacen a nuestra estructura social o por muchas otras circunstancias.

Esto ha llevado a la idea de que sólo un sí explícito es un sí. Hay quien defiende que siempre, en cada relación sexual, hay que preguntar y obtener un sí claro. Llevado al extremo, surge por ejemplo una aplicación en que las personas dejan constancia de su consentimiento antes de una relación sexual. Dejando de lado consideraciones subjetivas como la frialdad que puede introducir dicho acto en la relación, tampoco aquí encontramos la solución, porque ignoramos las coacciones a las que una persona puede haber sido sometida para firmar dicho documento o porque el hecho de que una persona firme que sí quiere en un momento determinado no garantiza que instantes después siga queriendo.

¿Y el “sólo sí es sí”?

Queda claro por tanto que el “sólo sí es sí” no está exento de problemas. Por una parte, puede haber circunstancias en que preguntar y obtener un sí no prueben que existe ese deseo que buscamos (por ejemplo, por el efecto de las jerarquías subyacentes a la relación). En segundo lugar, que hayamos preguntado en un momento determinado no garantiza absolutamente nada; alguien puede decirnos que sí ahora y no querer continuar dentro de 2 minutos, así que acabaríamos concluyendo que tenemos que ir preguntando cada cinco segundos.

En tercer lugar, si convenimos que siempre que no hemos preguntado explícitamente y esperado un sí, hemos cometido una agresión sexual, podríamos acabar considerando que casi todos y todas hemos cometido una violación en algún momento de nuestras vidas, porque, sin conocer detalles de la vida sexual de muchas personas, me aventuraría a afirmar que no siempre vamos preguntando constantemente sobre cada paso que damos. 

Por todos estos motivos, no parece que la clave sea si hay un sí explícito o no, porque el deseo se puede expresar también de otros modos, y porque un sí puede darse sin haber deseo, por ejemplo, si existen presiones para que lo haya.

Precisamente por el bien de nuestra causa, no es conveniente meter todo en el mismo saco, eso difuminaría nuestro objetivo y nos impediría distinguir entre aquellas personas que estamos seguras que nunca hemos tenido ningún contacto sexual con nadie que no lo deseara y las que no pueden estar tan seguras. Y nos alejaría del objetivo final, impedir que haya personas que utilicen sus posiciones de poder para obtener contacto sexual.  

Por todos estos motivos, no parece que la clave sea si hay un sí explícito o no, porque el deseo se puede expresar también de otros modos, y porque un sí puede darse sin haber deseo, por ejemplo, si existen presiones para que lo haya. Es en este punto que algunos desarrollos de la filosofía del lenguaje nos pueden ser de gran utilidad.

Es necesario incluir otros elementos más allá de las intenciones

Austin, Searle, Habermas o Soler, entre otros, introducen elementos importantes para el análisis de los procesos comunicativos. Por una parte, la teoría de los actos comunicativos señala cómo éstos abarcan no sólo los actos de habla, sino todo el conjunto de signos de comunicación (el lenguaje del cuerpo, la entonación, los gestos…). En segundo lugar, es necesario entender que, independientemente de las intenciones de los actores, en todo acto comunicativo operan interacciones de poder basadas en las estructuras del sistema capitalista y patriarcal en el cual se produce.

Desde una perspectiva weberiana, existe poder cuando un actor, dentro de una relación social, está en condiciones de imponer su voluntad, con independencia de la validez de sus argumentos. Las relaciones de poder se basan en la violencia física o simbólica de un sujeto individual o colectivo que convierte a otros sujetos en instrumentos para la consecución de sus propios objetivos.

Más allá de la intención del emisor, en todo acto comunicativo existen interacciones de poder que no pueden ser ignoradas. Cualquier reflexión sobre el consentimiento sexual debe tener en cuenta los condicionamientos que impone el contexto y que trascienden a los propios actores concretos. Para analizar el carácter de una relación, no basta con las pretensiones de los sujetos, sino que hay que tener en cuenta el conjunto diverso de elementos implicados en las interacciones, entre los cuales está la influencia de las estructuras sociales del contexto.

Los acosadores son bien conscientes de los efectos del contexto

Hay situaciones en que la desigualdad en la relación es tan grande que resulta imposible garantizar la libertad sexual y, por lo tanto, debe haber regulaciones encaminadas a evitar los abusos de quienes ostentan las posiciones de poder. Si alguno o alguna de mis estudiantes entra mañana en mi despacho para una revisión de examen, no es un buen momento para hacerle ningún tipo de propuesta sexual. Nuestra estructura social hace que en esa situación no se den las condiciones para que pueda haber un no; ni siquiera aunque yo pregunte y haya un sí explícito podemos garantizar que ese sí exprese deseo. Mi rol de profesora me coloca en una posición superior en la jerarquía social, tengo en mis manos importantes elementos de coacción -como el hecho de que su nota esté en juego-, etc. Aunque no haya pasado siquiera por mi cabeza que la nota dependa de su respuesta, no puedo estar segura que esa persona no esté pensando que así es o no se sienta presionada por la desigualdad existente. Si además esa persona es becaria y la renovación de la beca y en consecuencia de sus estudios dependen de la nota que yo le ponga, aún resulta más delicado. Dicho de otro modo, el acto comunicativo está conformado por el conjunto de signos y por los condicionamientos estructurales del contexto, cosa que hace que en una situación como la descrita exista coacción incluso aunque yo no tenga la más mínima intención de coaccionar, lo cual puede conllevar que la otra persona acceda a realizar actos que no desea. De hecho, los acosadores son bien conscientes de estos efectos del contexto sobre los sujetos y es precisamente lo que utilizan para obtener su objetivo.

Los condicionamientos estructurales de determinadas situaciones hacen imposible que se den las condiciones para que todas las personas implicadas se sientan absolutamente libres de decidir y, por lo tanto, impiden que se pueda garantizar que el contacto sexual que pueda producirse se base en el deseo. Lo mismo sucede entre un niño o niña y una persona adulta, o entre una persona detenida y los policías que la custodian, como en el caso de Anna con el que abríamos este artículo. No cabe siquiera hablar de “consentimiento” cuando las posiciones sociales son tan desiguales o cuando existen elementos importantes de coacción.

Más allá de estos casos de extrema desigualdad, en toda relación existen interacciones de poder que deben ser tenidas en cuenta por los actores. Cuanto mayor sea esta desigualdad, mayores precauciones deberemos tener para asegurarnos de que la otra persona no se siente coaccionada y sabe que es libre de hacer sólo lo que desee.

La defensa de la libertad sexual pasa por reconocer el derecho de una mujer a mantener relaciones con 5 hombres a los que acaba de conocer si así lo desea. Sin embargo, estos hombres tienen que tener en cuenta que las circunstancias pueden hacer que esa mujer se sienta intimidada, no podemos obviar que cada día hay mujeres asesinadas por hombres en el mundo y que eso puede estar en la cabeza de esa mujer que está rodeada de 5 hombres que no son de su confianza.

Es responsabilidad de todas y cada uno de nosotros, y especialmente de quien ostenta la posición de mayor poder en un contexto social determinado, asegurarnos que todo contacto sexual que tengamos es deseado por la otra parte, del mismo modo que si cogemos cien euros de la cartera de alguien es responsabilidad nuestra asegurarnos que esa persona quería libremente dárnoslos.

Por todo ello, debemos ser conscientes de la posición de poder que ostentamos en una relación y tomar mayores precauciones cuanto mayor sea tal desigualdad. La fiscal del juicio de “La Manada” lo expresaba con mucho acierto en su informe final. Elena Sarasate les acusa de “ignorancia deliberada. Como sé que va a decir que no, no pregunto […] es quien hace la acción quien debe despejar las dudas sobre esa acción y asumir las consecuencias […] las dudas sobre si la mujer quería o no mantener relaciones se hubieran despejado con un sencillo ‘¿quieres seguir?’, ‘¿te apetece?’, que nunca se produjo.” A lo que añadiríamos que la responsabilidad era de ellos no sólo por ser quienes realizaban la acción, sino por la flagrante posición de poder que ocupaban en aquel contexto.  

En definitiva, es responsabilidad de todas y cada uno de nosotros, y especialmente de quien ostenta la posición de mayor poder en un contexto social determinado, asegurarnos de que todo contacto sexual que tengamos es deseado por la otra parte, del mismo modo que si cogemos cien euros de la cartera de alguien es responsabilidad nuestra asegurarnos de que esa persona quería libremente dárnoslos. Debemos ser conscientes de si nuestra posición de poder y el contexto permiten a la(s) otra(s) persona(s) implicada(s) expresar libremente lo que desean. Si en cualquier momento tenemos la más mínima duda, preguntemos. Y si aun preguntando seguimos sin tenerlo claro, simplemente no prosigamos, por las dudas.

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